La Maldad.

El niño se quedó observando aquella mirada vacía, fría y penetrante. Y no supo por qué salió corriendo, cogió la mano de su madre. Como si aquel gesto le fuera a salvar de no sabía qué.

 

-Mamá, ¿qué es ser malo?

-Cariño. El mal es algo que no nos gusta porque hace daño, que es oscuro y frío, que nos da repelús, pero todos llevamos un poquito dentro.

Todos tenemos un cachito bueno y un poco de malo. De nosotros depende qué parte hacemos crecer, alimentamos, desarrollamos.

-Y ¿qué es hacer el mal?

Hacer el mal es pisar las bondades del otro, sacudiendo sus miserias, es aprovecharse del otro, no valorarlo, menospreciarlo.

Utilizar sus sentimientos para tu conveniencia, no con honestidad.

A veces simple y llanamente hacerle sentir mal, por pura diversión.

Para demostrar su “poder”, su superioridad, su control.

Malo es causar dolor por el placer misterioso y nauseabundo de causar dolor.

Es socavar la dignidad, es inspirar miedo.

La maldad está presente cuando alguien no puede sentir ni un gramo de empatía.

Es burlarse del ajeno convirtiéndolo en pequeño. Ridiculizándolo.

Es tergiversar la realidad para darle al otro un ostión de culpabilidad innecesaria en pos de su propio lucimiento.

Es ver sufrir a un niño y no sentir lástima.

Es nunca sentir pena.

 

El mal está presente, suele tener causa. Más no justificación.

Es más frecuente de lo que nos gustaría y más común de lo que a veces creemos.

Pero el mal se siente, enfría. No calienta. No abriga.

Te hiela. Te enmudece. Te eriza.

 

Cuando el mal está presente lo sentirás: querrás salir, huir, desaparecer.

No es buen compañero.

 

Y a veces hasta los malos pueden tener principios.

El mal es una elección.

A mi modo de verlo.

 

-Pues creo que le he visto, mamá.

 

 

Observadora.

 

La Suelta.

 

¿Y tú? ¿Qué opción escoges para salir a la calle?

¿tu lado bueno o tu lado malo?

LA IRA.

machismo

Ella agachó la cabeza, miro al suelo sin ver y esbozó un ahogado: “es que… creo que no estoy enamorada…”

Él se giró con violencia, la miró con los ojos inyectados en rabia, en ira, en inseguridad desmedida. Se plantó ante ella, la agarró del cuello la embistió contra la pared y a un centímetro de su cara gruñó: «¿con quién te crees que estás hablando?»

El deseo de días atrás se escurrió por el sumidero, el miedo inundó su cuerpo, unas suaves cosquillitas recorrieron su espina dorsal, pero… ¿qué curioso? Estas cosquillas no le hicieron reír, relajarse… era pánico. No osó moverse, le miró aturdida, ¡a qué ogro había dejado paso! Notaba la fuerza de sus dedos en su garganta, en su nuez, apretar con fuerza, no quiso respirar siquiera. Contuvo. Aguantó la mirada.

Pasaron unos segundos que se tiñeron de eternidad.

Él la sacudió con fuerza contra la pared, le golpeó la cabeza y la soltó con desdén. Ella no notó el golpe. Afuera existirían las leyes, la protección a la mujer, los derechos, la justicia. Pero entre aquellas paredes sólo se oían dos alientos. Uno fiero, otro apenas un hilo.

–          No he querido decir eso. – Sugirió ella. –

–          Pues ¿qué has dicho? Mi niña. Porque las palabras las he oído bien claritas.

–          Que todavía no estoy. ¡Pero lo estaré! ¡Por supuesto! ¡Te lo prometo!

–          Tú eres la que haces que me ponga así. Tú tienes la culpa. Si me dejas, te lo digo: te busco y te encuentro. Lo sabes. No juegues.

Distrajeron la tarde, despistaron el atardecer, pero nada pudieron hacer con la noche. Su lecho era el mismo. Sus sábanas cubrían ambos cuerpos. Ella deseó no sentir sueño. Deseó cambiar de nombre, de apellido y hasta de edad. Deseó dejar de existir. No quería sentir, para no poder sufrir.

Se apagó la luz. Se cerró la puerta. Entró la noche. No había caído el sueño. Ella estaba inmóvil. De cara a la pared, inmóvil para hacerle creer que dormía. Y él hurgó bajo las sábanas. La atrajo hacia sí. No le importaba si dormía. No quería su amor, su respeto. Necesitaba su inferioridad, su dependencia que nunca había conseguido. A él la inseguridad le mataba. Sin que ella pudiera hacer nada.

Le bajó las bragas y la empujó, la embistió y la contuvo. Se la puso de frente. Ella le besó. Todo lo amorosa que pudo fingir. Así lo calmaba. Lo abrazó y le permitió hacer. Él acabó. Ella no sintió. Se quedó dormido en la esquina del alba. Ella espero a sentir sus ronquidos inconfundibles.

Se arrastró por debajo de las sábanas. Cogió sus cosas. Oyó un gemido, él soñaba. Le dejó una escueta nota en la mesita de la cocina:

“cuídate, cariño, te deseo lo mejor!”

Y salió a la frescura de aquella callejuela, llena de aire fresco, cogió el primer bus a ninguna parte y nunca jamás miró atrás. Llegó tan lejos como pudo.

Reescribió su nombre. Ocultó su apellido. Reinventó su edad. Redefinió la palabra felicidad. Pero en el retrovisor nunca pudo borrar la palabra angustia.

 

Rabiosa

La Suelta.

 

Le he escrito el final que ella siempre quiso. El que nunca tuvo.

Todos sabemos el final de esta historia. Triste. Macabra. Injusta. Porque no puede cambiar su nombre, ocultar un apellido, ni reinventar su edad. Pero desde aquí le diría: sí que puedes reescribir tu felicidad, conseguirla, luchar por ella, reinventar tu persona. Cuidar tu valor. Hacerte valer.

Y a él le diría que se mire al espejo, que su gallardía está teñida de inseguridad, de miedo, de inferioridad. Que su bravura está sobredimensionada. Que los excesos se convierten en defectos. Y que descubra el significado del respeto. Porque su machismo adornado de celos, sus desprecios, sus insultos, sus hostias, sólo llevan a destrozar a las personas que le aprecian. Incluso a sí mismo. Triste.