Historias cotidianas.

Hacía días que Javi arrastraba agobio, hastío. Mala leche. Y no sabía muy bien el porqué. A media mañana le dijo a Ana que iba a dar una vuelta. Tenía que ir a la ferretería un momento. Ella asintió con la cabeza. Pensaba que no les faltaba nada. No entendió y a la vez lo entendía todo. Y le vio irse inquieto con prisas.

  • Javi, trae pan del bueno. Alguna cosa rica que encuentres. ¿Vale?

Él asintió sin mirarla. Ella leyó en él esa necesidad de coger aire, de marcharse. Esa necesidad de salir. Y volvió a entrar en casa.

Javi entró en la cafetería del día anterior, buscó con la mirada a la camarera. Se miraron y sonrieron. Él ya sabía. Empezó a contar. “1, 2, 3 … 7.”

  • ¿Qué deseas?
  • Un cortado, por favor. – se quedaron mirando. Sonriendo. Dejando fluir los segundos. A ella le gustaba. Pensó Javi. –

Intercambiaron tres frases, tópicas. Incluso sus nombres en un diálogo previsible pero divertido. Él quería comprobar que le atraía. La camarera se marchó a servir a otro cliente. Él se quedó mirándola. Y en ese instante en que Javi empezó a imaginársela desnuda. En ese segundo en el que su mente le desabrochaba el sujetador y la colocaba en la cama… su mente le trajo a Ana. Su mirada se fue al infinito. Se quedó en blanco y su hambre despertó de Ana, le vinieron a la mente sus tórridos momentos compartidos, su complicidad, ese deseo hambriento el uno del otro al acercarse, ese erizarse al sentirse rozado por ella. Esa mirada pícara de su muñeca. Ese anticipar lo que él deseaba incluso antes que sí mismo. Ese deseo. Sencillo. Limpio y suyo.

Volvió a la tierra, endulzó su cortado, buscó a la camarera y la miró. Ana no tenía nada que envidiarle. Y la camarera se le antojaba previsible y vacía. Ana era un mundo llena de recovecos que aún tenía que explorar. Y sintió hambre. Hambre de ella, ganas de besarla. Y contarle… el qué. Nada. Que la deseaba. Como el primer día.

Volvió a casa un par de horas más tarde. Con las manos en los bolsillos.

Ana le vio entrar, ni rastro de la ferretería. Ni rastro del pan. Le miró y leyó en su mirada las ganas, la alegría de encontrarla, el ansia de comérsela. Se le revolvió el alma. Se le llenó el estómago de felicidad.

Silenció el “¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho?” y soltó:

  • ¿Sabes qué he estado pensando, cariño? He pensado que podríamos abrir un agujero en el techo de nuestra habitación, poner un vidrio y así de noche veríamos las estrellas. Y con suerte veríamos la Luna. ¿a qué es una gran idea?

Y ¿sabes qué?

  • Te cuento algo.- empezó él.-
  • ¡No! – suplicó Ana. Temiéndose alguna reflexión trascendental.- lo mío es más interesante.
  • ¡Ah! ¿Sí!? ¿Estás segura?- ¿cómo es que esa niñata le seguía pareciendo adorable. Con todo su descaro? Se la quedó mirando como gesticulaba con las manos, los brazos, señalando las supuestas estrellas, repartiendo el espacio. Llevaba unos shorts y una camiseta holgada de tirantes. No llevaba sujetador. Y el pelo alborotado en una coleta.
  • Sí, es más interesante lo mío. Si conseguimos… – seguía ella-

Él dejó de escucharla. A pesar de saber ella que esa mañana se había marchado de casa con agobio, de su vida, incluso de ella. Había vuelto con ganas de comérsela. Y esa manera de ser, que conseguía leerle el pensamiento sin destaparlo. La convertía en “su niña”.

¿Cómo había podido pensar siquiera en fallarle?

Mientras, ella seguía hablando. Se acercó él mirando la tira de la camiseta. Con un dedo lo metió debajo y la deslizó por su hombro, dejó al descubierto su pezón. Ella se lo miró traviesa, divertida pero sin parar de hablar. Gesticulaba, pero no movió el brazo, para no subir la camiseta. Él la miró a los ojos y sus miradas se entendieron.

Se aproximó al pezón, lo besó, lo chupó y lo apretó firmemente con los labios. Con toda la fuerza que pudo hacer. Sabía lo que generaba en ella. Le excitaba directamente el clítoris, cual corriente nerviosa con comunicación directa con ese crucial e íntima parte de su cuerpo. Ella calló, levantó la cabeza al techo. Soltó un gemido y se cogió al cuello de Javi. Él siguió masajeando fuertemente el pezón. Sabía lo que estaba provocando y ella se lo estaba permitiendo. La giró ligeramente sin dejar de chuparle el pezón y con su mano derecha le acarició la tripa, el ombligo y bajó. Le acarició dulcemente la pelvis y siguió bajando. Con un dedo notó su cálida humedad. Su disposición y su calor.

Él estaba. Pero ella estaba más. Molestaba la ropa, temblaban las piernas. Pararon y se miraron ansiosos de placer. Sonrieron con la más gamberra de las miradas. Él la levantó en brazos y la sentó en la mesa, le abrió las piernas. La cogió de debajo de las rodillas y se la acercó con fuerza, con rabia. Con ganas. Muchas ganas. Ella se tumbó, se dejó hacer, alargó los brazos. Era suya. Enteramente. Y la penetró. Al principio muy despacio. La miró a los ojos. En cada embestida, la corriente de placer le arqueaba la espalda. La traía y llevaba. Las mentes en blanco. Puro éxtasis. Levantó sus piernas, se las apoyó en sus hombros. Y masajeó su clítoris. Ella se dejaba hacer en sus sabias manos.

Y paró. Silencio. Una mirada. Ya sabían. La cogió en volandas y la llevó a la cama. Se colocaron de la manera más tierna que sabían, sin mediar palabra y el orgasmo se los llevó de la mano en un subir y bajar paralelo e intenso. El grito ahogado del otro en la esquina de la oreja. Jadearon, el aliento descolocaba su melena, se abrazaron y llegó el silencio. El dulce silencio. Qué parada deliciosa. Se acurrucaron ella de lado y él por detrás la abrazó, le besó el cuello. Le apartó el pelo. Y quiso que ese momento no se acabara nunca. No se desdibujara. No se difuminara.

Las cosas se acaban, pero no por ello dejan de existir. Los sentimientos evolucionarán, pero este ahora. Era suyo.

¡Qué a gusto se estaba entre esos brazos!

 

Imaginativa.

La Suelta.

La vida. Cabrona.

La vida continúa. No para. No tiene pausa. No hay anuncios. No descansa. No da respiro. Continua. Pase lo que pase. Te guste o te disguste. A veces parece ir más lenta. Óptica caprichosa.
Pues la vida sigue. Aunque a veces te de un zarpazo y te deje inconsciente, vapuleado, sin ganas o deprimido. A lo suyo.
Ya puedes estar tu triste, sin energías, sediento, sin ánimo. Ella rueda. Camina, sin paradas.

No hay fuerzas, no hay motivo, no hay risa compartida.

No hay alegría al final del día.

La tristeza inunda, moja, embriaga. No la querrías. Pero allí está.

No la llamaste, llegó sin previo aviso.
El banco no llama: «no sufra amigo, este mes no cobramos»
La vida… tan amiga. O Tan poco.
Te impone. Te ordena. No pares tu sigue.
Cada día amanece. Sin tregua.
Y te vence.
A impulsos te dejas: «lo dejo. No sigo. No quiero. No puedo. Que paren, me apeo»
Pasa de ti. Altiva, distante.
Apartas la locura: «¿Qué digo? ¡loca!»

O no. ¿Para qué, a veces, la vida?
Nadie responde, si es que hay alguien que escucha.
Sin respuestas. Pero preguntas… tantas.
Injusticia, presente.
Y a ratos cuestionas «¿será esto una broma de mal gusto? Simplemente…»
La vida, otra vez, te exige. Te pide.
Llora, te grita.
No te conoce. O te sabe tanto.
Y te cae un periódico. Un titular, sabiamente hilado. Un corrupto. Un crack.

Una noticia que sabe a ultracosmos. Lejana. Injusta. Ajena.
La vida, dispar. Desequilibrada. Suya. Impuesta.
Cierras el periódico por el peligro real de convertirte en terrorista, sicario, poseída.
El tortazo de la injusticia. ¡qué amargo!. Cruel. Impuesto.
Consejos. Guías de instrucciones. Recomendaciones. No valen para nada.

Llevadme, que no puedo.
La vida me vence. Me ha vencido, ya no soy.

Como el cenicero atiborrado de colillas, de ceniza y porquería en el último rincón del bar.
Sucia. Pringosa. Miserable. Olvidada.

Tu vida. O la mía.

Hoy triste, ¿por qué no?

 

La Suelta.

La Maldad.

El niño se quedó observando aquella mirada vacía, fría y penetrante. Y no supo por qué salió corriendo, cogió la mano de su madre. Como si aquel gesto le fuera a salvar de no sabía qué.

 

-Mamá, ¿qué es ser malo?

-Cariño. El mal es algo que no nos gusta porque hace daño, que es oscuro y frío, que nos da repelús, pero todos llevamos un poquito dentro.

Todos tenemos un cachito bueno y un poco de malo. De nosotros depende qué parte hacemos crecer, alimentamos, desarrollamos.

-Y ¿qué es hacer el mal?

Hacer el mal es pisar las bondades del otro, sacudiendo sus miserias, es aprovecharse del otro, no valorarlo, menospreciarlo.

Utilizar sus sentimientos para tu conveniencia, no con honestidad.

A veces simple y llanamente hacerle sentir mal, por pura diversión.

Para demostrar su “poder”, su superioridad, su control.

Malo es causar dolor por el placer misterioso y nauseabundo de causar dolor.

Es socavar la dignidad, es inspirar miedo.

La maldad está presente cuando alguien no puede sentir ni un gramo de empatía.

Es burlarse del ajeno convirtiéndolo en pequeño. Ridiculizándolo.

Es tergiversar la realidad para darle al otro un ostión de culpabilidad innecesaria en pos de su propio lucimiento.

Es ver sufrir a un niño y no sentir lástima.

Es nunca sentir pena.

 

El mal está presente, suele tener causa. Más no justificación.

Es más frecuente de lo que nos gustaría y más común de lo que a veces creemos.

Pero el mal se siente, enfría. No calienta. No abriga.

Te hiela. Te enmudece. Te eriza.

 

Cuando el mal está presente lo sentirás: querrás salir, huir, desaparecer.

No es buen compañero.

 

Y a veces hasta los malos pueden tener principios.

El mal es una elección.

A mi modo de verlo.

 

-Pues creo que le he visto, mamá.

 

 

Observadora.

 

La Suelta.

 

¿Y tú? ¿Qué opción escoges para salir a la calle?

¿tu lado bueno o tu lado malo?

Esa señora fría. Tan fría …

¡Qué frágil la vida! ¡Qué tajante, la muerte!

Sin piedad. Fría, presente.

Todos somos señalados.

 

Aún veo su mirada. De niño asustado.

De repente. Sin aviso. Cercana.

Te corroe la conciencia. Te asusta.

Te acaricia. Mas no te lleva todavía.

 

La muerte. Tan negra. Impasible. Contundente.

 

Prefiero mirarla de frente. Sin miedo. Valiente.

Será que no la veo. Ni oigo. ¿Acaso se siente?

 

Le veo irse sin tiempo.

Sin tiempo de un “adiós

De un “hasta luego”.

De un “te quiero”.

Sincero. Sin adornos.

Es tan poca la vida y

tan fugaz el pensamiento.

 

Sus ojos ya sin alma.

Me miraban sin verme.

Me querían en pasado.

Carcoma del cuerpo.

De vida. De alma.

 

Quería decirle. Pensé en gritarle.

Mas no dió ni tiempo.

Llegó la muerte.

De golpe.

De frente.

Abriendo la puerta,

sin tocar al timbre:

«Hola. Soy la muerte. Vengo a llevarte.»

¡Qué poca sensibilidad!

¡Qué crueldad la tuya!

¡Qué intolerante!

Pareces la nieve en primavera.

El suspenso del niño.

Los reyes magos sin regalos.

Me quedo escueta. Escasa.

Eres el fin de mi hoy.

Eres el no hay mañana.

 

Y ¿qué te diré cuando a por mí vengas?

¿Qué no habré dicho?

Se me agolpan fotogramas de sueños imposibles.

Deseos no cumplidos.

Vocaciones precintadas.

 

¡Ay! Muerte. Amiga mía.

Me caes bien. Pero ven tarde.

A mi déjame la última. No hay prisa…

Me acabo el Gin Tonic y ya vengo.

Quedamos después de las 12.

Después de mi último sueño.

Después del último abrazo intenso.

¿te parece?

 

Ya conduzco yo.

Si quieres ya vengo.

Pero tócame el timbre.

Dame tiempo a peinarme…

A dar el último beso…

Necesario.

De cierre a esta corta vida.

Mísera y bonita.

Rosa y gris,

como mis sueños.

 

Pues ahí te espero.

En el porche, peinada.

Ya sin nada.

 

Funesta.

La Suelta.