Viernes 20:00.
En casa todo revuelto. Mil posibilidades de vestuario.
Quinientos pares de zapatos.
Un solo bolso monísimo nuevísimo última temporada de la marca del momento (mientras no me patrocinen no hago publicidad. Y para lo que voy a contar casi mejor no decirlo…)
Estoy emocionadísima.
He ido 20 veces al baño en el último cuarto de hora. No hago promedios.
Esta noche dos amigas y la menda cogemos un avión a ninguna parte.
A desconectar, a descolocar nuestro destino. A que nos deporten, a desvestir nuestro DNI. A lo que salga. Y si hay que reinventar el plan… pues eso.
Viernes 21:00.
Aeropuerto a puntito de bus que nos llevará al avión. A pie de pista…
¡Jo! No recordabas que sinfín de tipos de caras diferentes, todas con nariz, boca, dos ojos y dos orejas. Y con estos parámetros fijos… ¡qué diversidad!. Te hacen pensar que ni naciste tan fea, ni tan guapa. Que los días de subidón son meros chutes de optimismo y las depresiones son incorrectas formas de ver las cosas…
Estamos emocionadas.
Y yo con mi bolsito. Mi bolso. Mi tesoro. Mi cucada. Mi emblema. Mi regalo, porque me ha costado parte de una costilla y media teta. Esto digo yo que es mucho.
Lo llevo y me pregunto internamente porqué lo compré: no es una causa pragmática. No es práctico. Funcional. Y no conoce el término ergonomía. Le queda tan lejos. Pero lo miro y me enamoro. Es tan mono y digo yo que hasta me hace más guapa que el pibón que me sigue… ¡sueños!
No cabe ni cartera. No se cuelga del hombro, se lleva de mano (que dicen ahora).
Y entre el bolso y la animada conversación con mis best friends of this magical moment… que hace mil años que no cogías un avión.
Abren las puertas del bus atribulado de gente…
Todo el mundo sale en tropel. En manada de búfalos en busca del único chupa chup que han dejado en los asientos numerados y ya repartidos del avión. ..
Y tú empanada como vas, te dejas llevar y entre empujón y empujón el bolso cae a pie de pista…
Lo miras pero una fuerte ráfaga de aire del demonio se lleva tu bolsito como a 50 metros de ti… lo miras, echas a andar. El viento es aire del demonio enfurecido y traído con toda la rabia, sacude el bolso y se traga el bolso: lo echa a rodar por la pista. Allí y allí y allí. Es de noche, apenas ves… a lo lejos el rosita de las costuras… tímidamente iluminada por las luces de otros aviones. Echas a correr. A la mierda las composturas.
Oyes a la azafata a tus espalas:
– por favor señorita. ¡Está terminantemente prohibido!. ¡¡Vuelva aquí!!!
Interiormente piensas: ¿sin mi bolso? ¡Y una mierda!
Sigues corriendo en pos del diabólicamente poseído bolsito de los cojones.
Le ves a lo lejos pararse contra un pilar de la mismísimo terminal del aeropuerto!!!
Corres como si fueras el mismísimo Ben Johnson o Usain Bolt detrás de un bolsito. Entre aviones. Cargueros de maletas y señaleros. Todos ellos miran atónitos. ¡No dan crédito! Debes ser una loca. Una esquizofrénica. Alguien indeseable que no tiene idea del peligro al que expone a la sociedad. Al aeropuerto. Sale la policía cuando alcanzas el bolso. E inviertes la carrera camino del avión. Ahora toca volver. Coges fuerte el bolsito de las narices.
La policía va detrás tuyo. Ellos con carricoche tú poseída por el mismo diablo. Que hoy te viste a ti en particular.
– ¿sabe usted a qué ha expuesto la seguridad del aeropuerto señorita?????
– ¡deberían avisar de este viento del desierto que tienen en estas pistas de aterrizaje!. Me he despeinado y mire ¡Cómo quedó mi bolso!!!!
Automáticamente después pones carita de corderito degollado. Te disculpas 100.000 veces a la policía y a la azafata que te esperaba al pie de la escalerilla. Y al subir al avión le susurras: “el bolsito valía un huevo. ¿Me entiendes?”
Sonríe ella cómplice y divertida.
Subiendo te miras el bolsito monísimo y lleno de porquería. … ya no es tan mono. Hasta huele a queroseno…
¡¡Tendrían que revisar este aire del carajo en las pistas de aterrizaje!!!
Despeinada.
LA SUELTA