Me drogué de sus miradas hasta la sobredosis.
Me drogué de sus palabras con sabor a miel.
Del timbre de su voz,
Me drogué de su saliva,
De sus ojos aguamarina,
De sus labios carnívoros,
de sus teclas desconocidas
que activaban grutas impensables.
Me drogué de su sabor,
de su abrazo desmedido.
Hasta de su crueldad innecesaria.
Me drogué como una yonqui.
Que vuelve siempre a por su dosis.
Que vuelve por más que la vapuleen.
Éramos dos leones en la cama.
Dos socios que no necesitan palabras para entenderse.
Dos perros que se orientan por el olfato
y su faro es el olor a sudor del otro.
Éramos dos cisnes en la pista de baile.
Dos risas acompasadas.
Dos miradas conectadas.
Dos corazones hambrientos
Y brillantes…
¿Qué más daba el mundo?
El cielo o su fin.
¿Cómo no me iba a drogar?
Si era el ser más delicioso y pecaminoso
que mis labios hubieran probado.
Era drogadicta y lo sabía.
Lo necesitaba.
Lo olía.
Lo buscaba, a pesar de todo.
A pesar de…
Pero el yonqui encuentra su fin en una sobredosis
En un cuarto oscuro sin compañía, sin consuelo
y sabiéndolo desde la primera calada.
Desde el primer beso.
Hasta ese Segundo en que decides dejar de ser.
Prefieres el Vacío al dolor.
Eliges vida a muerte.
Giras y sigues otro camino.
Sin pensar.
Sin sentir.
Sin mirar atrás.
Sin coincidir.
Sin más mierda.
Con más vida.
Con la luna llena guiñándote el ojo…
Empiezas tu camino
y ya no eres ella, la yonqui.
Eres tú:
Un ser partido por la mitad,
reparado con tu amorpropio.
Más valiosa.
Más capaz.
Infinitamente más sabia.
Y tan feliz de haberme drogado y poder entenderlo.
Desenganchada.
La suelta.