IX  Blanca y Luis… y Raquel.

La noche la pasaron riendo, recordando, comiendo y charlando, no salió Víctor, no se pronunció su nombre en toda la cena. Los dos lo sabían. Existía. Pero no era un tema cómodo. Y así fueron hablando de otras cosas. Luis la hizo reír, le hizo el payaso, le recordó trastadas que le hacía de pequeño. La mimó. Y la aduló. Blanca se sentía bien al lado de Luis. No sabía por qué. O sí.

Luis preguntó por ellos dos en los postres, Blanca se lo quedó mirando, hubo un silencio. Y se sinceró. Luis escuchó, la dejó hablar.

  • Me siento rara, Luis. Yo intento hacerlo todo bien, pero algo parece nunca estar bien del todo para él. A veces se queda callado y no sé qué piensa. Otras veces no me avisa de cuando volverá, nunca me dice con quien ha estado. Pero después me dice esas cosas que me derriten, me coge así de la cara y cuando me besa creo que me voy a derretir. No sé es raro, Luis.

 

Luis quiso conciliar, quitó hierro, pero sólo para tranquilizar a Blanca. Debía pensar.

“Va, Blanca, vamos a bailar, veras como nos sentiremos mejor.”

Blanca y Luis descolocaron la noche, bailaron cada minuto, rieron todas las tonterías, y en la última hora del último bar, fueron al baño antes de irse…

Y allí, en esa esquina de la posibilidad se encontraron con Raquel.

Raquel era una mujer inmensa, de quitar el hipo, de rompe y rasga, insultantes medidas, gusto peculiar, atrevido y sexy. Mirada de leona, sonrisa de angel. Carita de revista y melena descarada, cuidada y suelta. Todas querían su cuerpo. Ellos la deseaban lascivamente, con descaro y sin respeto.

Raquel era apabullante, sexy, magnética. Con una piel tersa y delicada. Unos ojos azul eléctrico. Penetrantes. Aunque fueras mujer y heterosexual no podías dejar de mirarla. Y ella lo sabía. No era creída, soberbia, ni altiva. Era dulce y generosa. Pero sabía de su potencial y de su vulnerabilidad, al fin y al cabo.

La gente percibe a una mujer físicamente bella como dueña del universo, pero no necesariamente ella se siente así.

Las fortalezas mejor que no se vean.

Era bella.

Todo en ella era provocación menos su corazón. Más hambriento que su sexo si cabe.

Porque le gustaba el sexo. Pero lo escondía. No fueran a pensar…

Y hambrienta de sexo y cariño se tropezó con Luis.

Niño deseado, sonrisa cautivadora, payaso tierno, adorable. Chico esquivo.

Estaban destinados a encontrarse. Y a mirarse de una manera tan especial como lo hicieron.

 

Antes de cerrar… Él iba un poco más bebido de lo habitual, cuando vió aquella felina salir del baño y se dijo que el alcohol le estaba jugando una mala pasada. Pero se dirigió hacia ella con su descaro habitual y sin vergüenza.

  • Perdona moza, creo que estás alterando el orden en el local.

Ella se lo miró desconfiada, cansada en realidad. Esa noche lo único que tenía ganas no era ni risas, ni sexo, ni hablar. Simplemente quería un abrazo. Así de simple, barato y débil. Se lo quedó mirando. Le despertó ternura y cercanía.

  • Mira, “mozo”, estoy cansada, no te voy a dar lo que buscas, en realidad lo único que te pediría sería un abrazo inmenso, cariñoso y recubierto de respeto. Pero dado que no sé ni tu nombre, no sé ni de donde sales. Y puedo percibir tus intenciones. No vas a poder cumplir mi único y triste deseo.

 

Luis se quedó pensando, se la miró silencioso y le preguntó decidido:

  • ¿me dejas intentarlo?

Raquel dudó, pensó que maldita la gracia ella. Pero en realidad era lo que le apetecía. Y retándole le dijo

  • Sólo tienes una oportunidad.

 

Luis abrió los brazos, la miró con media sonrisa, ladeó la cabeza y surgió de él un cariño hacia aquella criatura felina y sensible. Raquel se acercó ladeó la cabeza, apoyó la mejilla en su torso, con sus brazos rodeo por la cintura a Luis y apretó; Luis la abrazó por la espalda, la atrajó hacia sí, olió su pelo, cerró los ojos y la pegó con más fuerza a su cuerpo. Raquel se relajó, la invadió la paz, respiró y en el fondo de sí, deseó que el día se apagara en ese mismo instante, que pudiera dormirse allí mismo. Que no hubiera que decidir nada más. ¡Qué gusto! ¡Qué silencio! ¡qué inmensidad!

Ella dejó de ser felina, ya no tenía hambre, no buscaba nada, todo lo tenía. Él ya no era aquel astuto esquivo, simplemente un ser protector que la abrazaba, en ese mágico minuto hasta la quiso y se aporderó de él la necesidad de cuidar de aquella bella e indefensa criatura.

Pasaron unos minutos.

Blanca los miraba atónita. Sorprendida y emocionada. Qué gesto más bonito en un entorno tan sórdido.

Al final se separaron, lentamente, como quien no quiere hacer algo, pero debe.

Se despidieron, entre tímidos, avergonzados y dados.

  • ¿me das tu teléfono?, pidió Luis.
  • No, dame tu el tuyo. Mejor. Respondió Raquel.

 

Semana que viene más.

La Suelta.

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