Qué sutil diferencia…

«Te quiero.»

Le dice el cobarde enamorado a su damisela.

Te quiero

¡Qué fácil. ¡O que convincente!

Puedes querer a casi cualquiera pero no puedes amar a quien elijas.

 

Son dos verbos cercanos aunque diferentes

que, más habitualmente de lo necesario,

los entremezclan

y les hacen bailar juntos.

A veces uno sustituye injustamente al otro.

O el otro se hace pasar por el uno.

Querer y amar

De entrada lo mismo. Pero no…

 

Querer. Aprecio. Cariño.

Voluntad de que la otra persona esté bien.

Confortabilidad.

 

Amar. Locura. Angustia. Pasión. Desesperación.

Amar, ¡ay!

¡Qué gran verbo!

Qué simple y qué complejo.

Amar es atreverse, entregarse, arriesgar,

confiar en que todo va a salir bien.

Y para eso, para ese simple y tonto gesto,

hay que tener agallas,

dejarse convencer,

permitir al otro enamorarnos,

cerrar los ojos y darle la mano.

Son demasiados actos heroicos para cualquier pobre diablo.

Y por las mentes racionales, higiénicas o temerosas:

gestos absurdos que pueden ser esquivados, evitados, ahorrados.

 

Yo puedo querer sin arriesgar.

Puedo querer desde la prudencia, desde la tranquilidad.

 

Yo puedo querer sin necesitar.

Pero cuando amas necesitas

Se necesita a esa otra alma para respirar

Necesitas.

Aunque no te guste.

O te percibas susceptible

Es tu otra mitad.

Es tu espejo. Tu reflejo.

Es tu dicha, tu paz, tu sosiego.

 

El problema es que a veces,

nos creemos invencibles, inmortales al amor,

lo saltamos, lo encerramos y matamos esa necesidad.

Lo subestimamos.

Y ahí comienza el drama, la tragedia, el naufragio.

 

Porque al aniquilar la necesidad

Se pierde el verbo y aparece el aprecio

Ese débil sentimiento

Que podría estar como podría no estar

Que huye del grito, evita el llanto,

que se lleva bien con la cordialidad.

Y es tan amigo de la diplomacia.

 

Sin embargo…

¿no creéis que amar con todas sus letras necesita unas gotas de angustia,

unos gramos de tensión, de llanto incluso?

Necesita.

Repetida y descompuesta palabra.

Porque al amar, honestamente, amigo, te digo que necesitarás.

Te duela lo que te duela. Te doblegue lo que te doblegue.

 

Ama con todas las letras de tu corazón,

Hasta donde tu valor te lleve,

Arriesga tu vida.

Déjate la piel,

No temas.

Amando nunca pierdes.

Si acaso vives.

Y a veces vivir deja cicatrices.

 

Atrévete si tienes agallas.

El resto… aprecios.

 

Gallarda.

La Suelta.

 

II. Blanca y Luis. Blanca, discretamente bella.

Blanca era lo que podríamos llamar una buena niña, era todo lo que su familia, sus amigos, pero sobre todo su papa, esperaban de ella. Blanca era buena, por dentro y por fuera, no tenía maldad, no la conocía, no la utilizó nunca, no le enseñaron a ser mala, nunca eligió esa opción. Le gustaba hacer sentir bien a la gente. Hacer las cosas en función de cómo se esperaba que las hiciera. No se salió nunca del guion.

Cumplió sus deberes, sacaba buenas notas, era ordenada, le gustaba el chico guapo de la clase, bueno y tranquilo. Cada año cambiaba. Nunca se obsesionó.

Nunca se metió en follones.

Blanca no era consciente de su belleza. Se miraba en el espejo sin autoestima, sin orgullo, sin desprecios, pero sin satisfacción.

Y tenía unos ojos verdes que quitaban el hipo, una melena morena que en su bamboleo hipnotizaba. Un cuerpo atlético que ya de niña apuntaba maneras.

Las mujeres la envidiaban en silencio. Los hombres la miraban con inquietud. Pues era sólo una niña y ya destacaba.

Pero ella no se daba cuenta. No alimentó su autoestima.

Y en casa sus padres no dejaban de repetir lo buena niña que era. Lo bien que se portaba, lo responsable… nunca nombraron esos ojos de felina que vestía. No mencionaban el cuerpo esbelto, garboso y con una plasticidad fuera de lo habitual con el que se paseaba por la calle. Ni mención de su belleza. Magnética. Inusual.

Y en su infancia esa característica de su persona se escondió, en el silencio, no se nombró, por tanto para el concepto que Blanca fabricó de sí misma ella nunca fue guapa. Sabía que despertaba inquietud. Pero el silencio le dio pie a tantas interpretaciones como miedos.

En su fuero interno, luchó contra esos miedos, portándose bien, obedeciendo, cumpliendo con los deberes. Así todos esos miedos no saldrían a la luz.

Todos arrastramos miedos. El problema es ponerles nombre. Darles contenido y saber contra qué luchamos. Porque a veces es contra una simple, insignificante e inofensiva cucaracha.

Ella no lo supo hasta muchos años más tarde.

Sólo había una cosa en la niña Blanca que le hacía perder los papeles en el buen sentido, que la encandilaba y sacaba lo mejor de ella: su hermano pequeño Luis, su muñeco y su payaso. Era el motor de sus días. Podías saber si Blanca iba a ver Luis por el tamaño de su sonrisa.

Y cuando estaba con Luis simplemente se esperaba a ver qué proponía éste, qué payasada se le ocurría, qué tontería contaba. El la hacía reír hasta la carcajada, era un chiste constante.

Cuando fueron muy niños. Él era el bebé más dulce y sonriente que había. Se reía al verla. Se reía con ella. Y eso a ella indirectamente la hacía inmensamente feliz. En el cochecito sólo quería que empujara ella el cochecito. Y ella se sentía importante.

Cuando fueron un poco más mayores, las bromas fueron evolucionando, se reía de ella, con ella y para ella. Era un espectáculo verlos juntos.

Blanca iba al cole y a clases de ballet por las tardes, delicadamente preparaba la bolsa para acudir a clase. Luis la observaba y le escondía las cosas, los zapatos, la falda, para que le costara más preparar su bolsa, para que tardara en irse e infantilmente pensaba que así no se iría a clase y se quedaría con él.

Cuando fueron adolescentes, ella salía por las noches, pero volvía siempre cinco minutos antes de la hora que le habían dicho sus padres. Luis, niño o no tan niño ya, abría un ojo al verla entrar, pues nunca quisieron dormir separados, verla bien le calmaba y volvía a conciliar el sueño con más tranquilidad.

Blanca siempre fue buena chica, cuidadosa y su única preocupación, alegría y amor fue Luis. Hasta que conoció a Víctor. O Víctor conoció a Blanca.

Allí algo cambió. No supieron muy bien el qué. Pero algo cambió.

 

BLANCA Y LUIS. LUIS Y BLANCA.

La Suelta.

¿?  Qué es lo que hay que rehacer?

Y se les llena la boca, pronuncian las palabras con más contundencia, con toda la soberbia que da la ignorancia; con la presuntuosidad de sentirse importantes.

Y hablan de otros, de aquellos, de ajenos. De otras vidas que no les son cercanas. Que nunca entenderán. Como si entrar en casa ajena sin permiso fuera un gesto de bravura. O estuviera en su derecho.

Se acercan a los derechos de otros, de aquellos.

Como si fueran juez, parte y auditor.

“Nunca rehará su vida”. Sentenciaban en corrillo.

Que frase más estúpida. Rehacer su vida. Y no por el significado gramatical. Sino por lo que se sobreentiende popularmente. Que haya encontrado alguien, media naranja, compañero/a de vida. Como si la vida se pudiera definir por la compañía que llevamos, por la mano que nos coge, por los ojos que nos miran.

Y no vamos a negar que el cariño es el alimento del alma.

Que empiezo a sospechar que esté en la base de la pirámide de necesidades, por delante del alimento, por detrás del sueño. Eso no lo discuto.

Pero de ahí a no poder tener vida, a tenerla hecho unos quicios. Imaginémonosla toda desmontada, por no haber encontrado a alguien. Rehacer una vida.

Hay tantas vidas desmontadas en compañía. Hay otras tantas vacías llenas de gente que te mira. Hay cantidad de vidas que merecen cariño, amor y un fuerte abrazo y nadie habla de ellas.

Que el que una persona camine en soledad, pueda tener sobre sí el análisis gratuito de no haber rehecho su vida… Me parece frívolo, de sabiondos de barrio. Porque seguramente esa persona está precisamente rehaciendo su vida, su camino y hasta su existencia. O mejor aún: ya la tenga rehecha, compuesta y sin novio. Feliz. ¿Por qué no? Así escogida. Plena.

En realidad la vida son diferentes prismas de una misma realidad. Son diferentes miradas de un mismo roto. De una misma sonrisa. Depende de si lo sientes o simplemente lo observas.

Y cuanta ignorancia arrastraremos si no sabemos escuchar a la soledad, pues en ella están las voces de nuestro niño, aquel que arrastramos, cuidamos y llevamos con nosotros desde enanos. Ese que a ratos no nos reconoce y en otros momentos no sonríe. Se muere a carcajadas por escucharnos. ¿Que mejor compañía que nosotros mismos?

La soledad es un buen lugar para ir de visita, un mal lugar para quedarse. Pero a veces necesitamos visitarla, para escucharnos. O para acallarnos. Por un rato en el tumulto de la vida. Y la vida no es sencilla, no es una felicidad a otra entrelazada. No es un saco de risas. No es tantas cosas.

Y puede ser tantas otras. Pero a cachitos sí se me antoja aquella sentencia que leí una vez:

La vida es un continuo recomponer cristales rotos.

Así que la próxima vez que veas una persona caminar en soledad por la vida, no sentencies gratuitamente, no cuelgues el cartel en la entrada tan fácilmente. Porque tal vez no ha rehecho su vida, pero esté rehaciendo su alma. Algo mucho más complejo y satisfactorio.

Acércate dale un abrazo, tatúale un beso. Y no hagas preguntas. No las necesita. Ella o él ya se las está haciendo continuamente y no encontrar las respuestas es su desazón. No el tuyo.

Pues los corazones rotos necesitan más cariño y menos preguntas.

A ratos sola. O con tu compañía merecida.

La Suelta.

I. Blanca y Luis. Luis y Blanca.

Blanca y Luis, Luis y Blanca. Nunca sabías donde acababa Blanca y donde empezaba Luis. Eran casi indisolubles. Eran como dos átomos dependientes el uno del otro para existir. Blanca era 4 años mayor que Luis. Luis siempre fue su cosita, su juguete. Hasta tal punto que nunca jugó con muñecas desde que Luis nació. Le pusieron en los brazos a Luis y Blanca dijo con la más dulce voz de niña de cuatro años que se pudiera oír: “mi bebé”.

Y así fue como Blanca pensó que su mamá le había encargado el más evolucionado muñeco del mercado, “¡lloraba, hacía caca y pipí, como un bebé normal!”, pensaba Blanca. Acudía rauda al llanto, servicial al cambio de pañal, empujaba ella el cochecito y si cualquier señora en la calle se acercaba a preguntar por el bebé, cómo se portaba, lo bonito que era. Blanca, orgullosa, satisfecha y buena nena respondía con voz alta y clara a todo lo que quisieran preguntar.

Blanca y Luis. Luis y Blanca. Luis se quedaba conforme en la compañía de Blanca, ella le cantaba, le bailaba, le ponía el babero. Podía pasar horas cuidando, enseñando, reproduciendo la clase de su señorita con su bebe. Más tarde niño.

Luis debía pensar que Blanca era su ángel de la guarda. Y es que con los hechos, su presencia, su dulzura y su magia así se lo hizo creer. No le faltaba razón. La vida le enseñaría que no habría en el mundo angel de la guarda más eficiente y tenaz.

A la hora de comer, Luis no se acababa nunca la comida, pero cuando mamá se giraba Blanca le ayudaba, de una u otra manera. Le tapaba. Se quedaba un rato más ayudándole. No hay nada que soportara menos Blanca que riñeran a su Luis, era uno de los momentos más horribles del día. Sufría. Chirriaba por dentro. Aunque supiera que aquel niño travieso e inquieto se lo hubiera ganado. Ella leía su alma noble. Su mirada curiosa. Su lealtad inquebrantable y todo lo demás tenía perdón de Dios. Desde su mirada de niña protectora. Se llevaban 4 años y siempre se llevarían 4 años.

Él era el payaso de la casa, el ocurrente. Y ella se deleitaba mirándolo. Se partía la caja con sus bromas, sus risas, sus payasadas. Él conseguía arrancarle la más difícil de las carcajadas, en el momento más inverosímil.

De noche se dormían juntos en la misma cama, cuando mamá cerraba la puerta de la habitación, Blanca corría a meterse entre las sábanas de Luis a contarle cuentos. Luis le hacía preguntas curiosas, inquietas:

  • ¿Por qué el agua del mar es salada, Blanquita? ¿hay un señor detrás de las rocas tirando cubos de sal?

Blanca en vez de reír, contestaba muy seria y le ponía cara, nombre y volumen a aquel señor. “Será un señor flacucho, que trepa por las rocas. Arrastrando un cubo de sal, Luis.”

Y al final de la disertación, Blanca se quedaba mirando a su tierno Luis a la luz de la lamparita de noche. Era travieso y dulce a la vez. Era inquieto y obediente. Bueno sólo le obedecía a ella. Cosa que la hacía sentir tan importante…

  • ¿crees que las flores son de colores porque de noche viene un hada y las pinta con un pincel?
  • Puede ser, Luis. Yo creo que lleva ayuda, porque tantos colores… ¿qué crees?

Y a la que volteaba Blanca, Luis ya se había quedado dormido. Tierno y suyo. Suave como un bebe. Travieso como un niño. Su niño.

Luis ya dormía, cuando Blanca en un susurro y en la esquina de su oreja le chivaba: “siempre cuidaré de ti, enano.” Y saberse su protectora la llenaba de orgullo. Sabía que lo haría. A aquel enano no le pasaría nada malo mientras ella viviera.

Y en ese primer sueño, a ella le parecía que Luis dibujaba una sonrisa, o era el sosiego del alma, de sentirse arropado por su angel de la guarda. Como fuera, Blanca con Luis era la niña más feliz del barrio.

Luis con Blanca era el niño mejor cuidado de la calle.

 

BLANCA Y LUIS. LUIS Y BLANCA.

 

La Suelta.