XXI. ELLOS. No me sueltes que tiemblo.

Y Ana embadurnada de tristeza escribió:

 

 

No me sueltes que tiemblo.

No te alejes.

No cierres la historia, no quemes mi risa.

Todo queda en silencio.

No hay mañana, no hay motivo.

Tu llenabas el espacio, ponías en marcha mi magia.

Me arrancabas la locura.

Pero cerraste nuestra historia.

La última chispa de vida.

 

El mundo se ha quedado parado, en mute. No se mueve.

Mi mundo ya no gira, ya no ríe.

Mi mundo, el tuyo.

«Cuídate». Me dijiste. En la esquina de mi mejilla.

“No cambies. No seas otra. Siempre estaré ahí.“

Es como la lluvia de noche, nadie la ve, ya no se siente.

Yo te abrí la mano, dejé mi certeza entre tus dedos.

Los cerré y me di la vuelta.

Para que mi día quedara a oscuras.

Para no seguir pensándote…

De noche o al alba.

Para apartar tu pensamiento.

Para higiénicamente seguir hacia adelante.

Como siempre.

 

Tengo la amarga certeza que mi felicidad se fue contigo.

Que encontré un cachito de ella en tus abrazos.

En tu risa, en tu mirada alegre y confiada.

En tu forma de desnudarme, leerme y entenderme.

En esa forma sólo tuya de quererme. Sin decirlo.

Pero sintiéndolo.

Y te apartaré de mi día a día.

No podré volver la vista atrás sin tristeza.

Detrás de tus labios está mi risa.

Detrás de tu calor está mi sosiego.

Si querías borrar mi magia. Lo conseguiste.

Gracias.

 

No me arrepiento de uno sólo de mis pasos.

 

Tuya. Siempre. Tu mudita.

 

ELLOS, VOSOTROS, NOSOTROS.

La Suelta.

XX. ELLOS. ¡Tú no lo entiendes!

Después de aquella noche, Ana pasó un día, dos, tres, cuatro, cinco días sin saber de Mario. Se sentía extraña, dejada, rechazada. No entendía. Qué hubiera dicho. Donde estaba el fallo. Para ella cada encuentro había sido perfecto. Cada frase. Cada broma. Las miradas decían tanto. Su relación se basaba en las palabras y en los gestos. Podían entenderse con una mirada. Y de repente ese vacío. Esa cruel soledad. Ese no saber. El silencio. Ni una llamada. Aunque Mario no era de llamar. Pero quería saber. Él era huidizo, pero tanto…

Y en el sexto día andaba, mordiéndose las uñas, las pieles y más hubiera. Que se sentía morir. De angustia e incertidumbre. Cuando apareció Mario. Traía cervezas. Y una coca. De su abuela dijo.

Se sentó en el porche de casa con Ana y le habló de su abuela, que era un remanso de paz para él, le dijo donde vivía y que esa tarde le había preparado aquella coca de tomate tan rica que sólo ella sabía hacer.

Ana sabía que Mario no había venido a hablarle de la coca, de su abuela ni de las olas que ahora estaba describiendo con tanta pasión.

Ella esperó a que fuera él quien hablara. Se hizo un silencio. Un silencio tierno y eterno.

Mario se la miró.

  • Ana, mira. Quería hablar contigo. Tendríamos que pensar todo esto. Yo no soy el hombre que tú necesitas. Yo te haré daño, mudita. Debes entenderlo. Te quiero con locura. Pero precisamente por eso, debo alejarme de tu lado. No soy lo que buscas. – Ana sintió como sus ojos se inundaban de lágrimas, como su corazón de llenaba de tristeza. Su ilusión se derrumbaba. Nada podía sostenerla. Le cabreaba la forma de él de elegir por ella. Se lo miraba y le parecía rabiosamente más irresistible.
  • ¿Puedo elegir yo con quien quiero estar, a quien elijo a mi lado, a quien querer?- respondió rabiosa. Con los ojos encendidos en rabia. Queriéndolo aún más si cabía.
  • Eres muy valiosa. Vales mucho, mudita. Tienes un alma pura. Una magia indudable. Yo no soy quien tú mereces. – ella empezó a llorar, las lágrimas corrían por sus mejillas, acariciándola, desarmándola. –
  • ¡Tú no lo entiendes, Mario! ¡Tú no lo entiendes! – y se quedó mirando hacia el mar encabritado, ese día el oleaje se cabreaba con los acantilados y se dibujaban borbotones de espuma a los pies de su inmenso orgullo. –
  • ¿qué es lo que no entiendo?. – y dio un salto para ponerse de cuclillas delante de ella, ella miraba al suelo, resentida, le cogió la carita y la alzó hacia él. Ana no conseguía dejar de llorar, de rabia, de impotencia, de ver que lo que más quería, el bien que más valoraba en su vida se le escapaba de las manos, cual arena escurridiza. Sin poder sostenerla. Ella se lo miró a los ojos cabreada con los ojos entreabiertos, el ceño fruncido.
  • Mario, yo por ti mato. Yo por ti mato. ¿Entiendes eso? ¿Puedes entender eso?
  • No está bien, Ana. No debes subordinarte tanto a nadie. Yo te haré sufrir.
  • Si tú no estás en mi vida, no vale nada. – él se enfureció por primera vez desde que le conocía. Se ofuscó y esta vez fue él quien frunció el ceño. Y alzó la voz:
  • Nunca, nunca, nunca. Te permitas pensar siquiera que tu vida no vale nada. ¿De acuerdo?

Ella se lanzó a sus brazos. Le abrazó. Le besó el cuello sorbió su olor. Ese que la ponía a mil. Cerró los ojos y sintió que era ese el abrazo más valioso del mundo. El que recomponía sus miedos. El que se llevaría con ella si él realmente desaparecía de su vida. Y se permitió alargarlo.

-Vamos mudita. Vamos dentro. Cálmate.

Entraron en el apartamento. Era ya de noche. Se tornaba negro el cielo. Las gaviotas graznaban en la orilla del mar. El oleaje callaba ante tan triste noche.

Mal comieron unos sándwiches. Se tumbaron en el sofá cama de la única estancia que componía el minúsculo apartamento.

Y allí alargaron los minutos.

Hasta que él la besó ardientemente, pausadamente. Quería poseerla. Sabía que debía desaparecer de la vida de Ana, pero quería quedarse todos los minutos de más que ella le permitiera… todos. Sin permiso. Sin licencia. Abrazarla. Hacerla feliz, de aquella irreal forma. Para él no era una forma lícita de amarla. Amarla hubiera sido ponerse a sus pies.

Y no es que no pudiera, no es que no quisiera. Es que no sabía.

Y no sabía porque le apoderaba el miedo.

Le atenazaba. Le golpeaba la sien. No se veía capaz de ser un hombre a su altura. De hacerla feliz.

Arrastraba una rabia interior, con el mundo…

Y en ese segundo apartó todo pensamiento moral, ético y se centró en su mudita y dejó correr todo el sentimiento que ésta le provocaba. Dejó fluir lo que ella ansiaba. Y todo aquello que en realidad. En una realidad física y más auténtica que nunca les hacía feliz a los dos. Se la sentó encima y le besó el cuello. Ella vibró, se estremeció y se secó las lágrimas.

Le deseaba más que nunca. Quería sorber cada cachito de él, quería fundirse en él. Quería dejar de ser si él desaparecía. Cerró los ojos y sonó un beso. El más dulce de los besos. Le abrazó fuerte. Se sentó a horcajadas sobre Mario. Ana apartó la melena de Mario, besó cada centímetro de su rostro. Los cuerpos se encendieron. Pedían a gritos un mordisco. Se quitaron las camisetas. El roce de la piel estremecía. Se deseaban hasta límites indominables. Se entendían sin mediar palabra. Ella le tumbó, le besó, le deseaba, quería sentirle suyo. Él se dejaba querer. Se sentía deseado, querido. No se sentía digno de amarla, pero él sufría más que ella al apartarla de su lado. Y con más ansia la besaba. Ella le desabrochó el pantalón, le desnudó. Se lo comió, con ganas, con hambre, con destreza. El placer los elevó. Él se dejó hacer. Ana le excitó, sabía cómo hacerlo, él mismo le había enseñado, cómo le gustaba, la cadencia, la fuerza, con qué dedos, cómo cogérsela…

Pero Mario quería sentirla, sentirla suya. Se la subió. La beso y la desnudó. Y la tumbó… Ella le sintió entrar, suavemente. Firmemente. Los dos necesitaban sentirse parte del otro. De esa manera inconmensurable que sólo te da el sexo. De una forma interna que sólo sentían ellos.

Y lentamente, sin soltarse, fueron subiendo su excitación, sin bajar la cadencia, encontrando el placer del otro y sintiéndolo propio. Se hicieron el amor el uno al otro, en un encuentro suave, tierno y largo. Ana susurró en el oído de Mario: “soy tuya, siempre te querré.”

Se corrieron el uno en los brazos del otro. Se tumbaron y dejaron llegar el alba. En silencio. Tristes aunque serenos de tenerse aunque fuera en esa fracción de la eternidad.

 

Cuando Ana despertó Mario no estaba a su lado.

En la mesa una nota con mala caligrafía:

“Mudita, no cambies, te quiero hasta doler, pero mereces algo mejor.

Sé feliz. Lo mereces más que nadie. Cuídate. Hazme ese favor. Tuyo. Mario.”

 

Y la tristeza abrazó a Ana, se la llevó, la derrumbó. La venció.

Su alma sintió que debía escribir algo.

Y un triste poema salió de su mano…

 

ELLOS, VOSOTROS, NOSOTROS.

La Suelta.

XIX. ELLOS. Cómo tú me miras.

 

Amaneció despacio con poca luz.

Cuando ella abrió un ojo él estaba despierto mirándosela.

Hacía bastante rato que la observaba dormir.

Apretar los párpados cuando los primeros rayos empezaron a despertarla.

Ella abrió los ojos se lo quedó mirando y sonrió.

El la besó en los labios y se puso en pie.

Surgieron las excusas, tenía que hacer cosas, debían irse, no sabía cuándo podrían volverse a ver. Ana asumió. Entendió y se fue a casa. Se despidieron con un beso. Recatado. Corto y dulce.

Ana podía equivocarse pero sentía que a él le molestaba sentir.

No quería apegos.

El resto del día fue una sucesión de gestos cotidianos sin contenido.Vacíos

Ella a cuestas con sus pensamientos, con el sabor a noche mojada

Dejó pasar las horas.

Pasó un día y ahora otro.

Tenía su teléfono y él tenía el suyo.

Pero no le llamó, no le buscó.

Sabía que para volver a tener a Mario debía quedarse quieta y esperar a que él volviera.

Y al tercer día, rondando las 19:00, sentada en el porche del apartamento vio aparecer un 127 destartalado.

Le dio un vuelco el corazón. Se le hinchó el alma de alegría y la sonrisa de ilusión. Se quedó quieta mirándoselo. Feliz.

Salió el del coche con seis cervezas en la mano.

– ¿Te apetece pedir unas pizzas y me taladras la cabeza? Mudita. Que sé que me has echado horrores de menos… ¡Confiesa!.-sonreía Mario con la más radiante de las sonrisas. Lleno de energía y vitalidad.

Ella quedó entre absorta y prendada.

¡¿Qué golfo era aquel!? ¡Tan bribón y dulce a la vez!

Pidieron pizzas, bebieron las cervezas y él empezó a contarle historias de su infancia, relatos tiernos, rellenos de cariño, recubiertos de dolor. Parecía que nunca hubieran sido contadas. Historias íntimas, otras cómicas. Ella se enternecía, se maravillaba y se prendaba cada vez más. Cuando Mario le preguntaba a Ana, Ana sentía que la escuchaban por primera vez en su vida y salía una versión de Ana que ella misma desconocía. Una Ana profunda, dulce y sensible, graciosa y picarona, que con Mario sacaba su versión mejorada.

El escuchaba, escuchaba los espacios, interpretaba correctamente las comas y sabía interpretar cada tilde, cada exclamación.

Ana sentía con Mario que iba quitándose prendas, desvistiéndose, desprendiéndose de la máscara y el postín. Le sobraba la artificialidad, el postizo y el maquillaje.

Con Mario era la Ana más auténtica.

Y aunque no le conocía percibía que Mario mostraba con ella mucho más de lo que su licencia varonil y de conducta se permitía habitualmente.

Eran distinto género de la misma materia. Se entendían sin palabras, porque sus códigos de conducta eran idénticos.

Ana acababa de dibujar una anécdota, una historia añeja, pasada, con palabras, con tonos, con gestos y expresiones. Mario no había podido dejar de escucharla ni un segundo.

Acabó Ana al borde del llanto.

Aquella historia pasada siempre le descolocaba el ánimo y la entereza.

Acabó el relato y echó un trago.

Mario se la quedó mirando.

-Eres la mujer más fuerte que conozco.

Ana se sintió temblar. Quiso desaparecer.

¿De dónde diablos salía aquel chiquillo? Porque por grande, enorme y fuerte que fuera a sus ojos era un chiquillo juguetón y hambriento de cariño. Miedoso y huidizo. Pero dulce e infantil. Recubierto de fiereza.

Y así se sucedieron los días.

Ana cuando se levantaba nunca sabía si iba a ver a Mario y Mario aparecía como por arte de magia.

Ella nunca le llamo.

Él aparecía y sin darse cuenta le fue cogiendo cariño. Más cariño del permitido. Él empezó a sentir ansia de ella. Ella necesidad de él.

Cada uno podía sentir lo que el otro necesitaba y se sentía feliz de poder brindárselo.

Se fueron prendando el uno del otro. Fueron coloreándose a expensas del mundo. Absortos. Sin mirar a ningún lado que no fuera a los ojos del otro. Percibiendo cada gesto. Registrando cada olor.

Se embriagaron. Ella esperaba y él venía a buscarla. Ella le llenaba el gesto de magia de risa, de alegría.

  • ¿qué es lo que más te gusta de mi? Mudita.
  • Cómo tú me miras. Vencido y sin argumentos. Nunca nadie me había mirado así.
  • No me conozco, mudita.
  • ¿Y no te gusta?
  • No.

El en gesto decidido la cogió de la barbilla y la acercó hacia sí.

Abrazándola la besó unos largos segundos.

Y la miró orgulloso.

Sus cuerpos empezaron a ser el lienzo del otro, el refugio, fuente de vida, rincón de paz. Los brazos de Mario eran paz para Ana. Mario conocía cada curva de Ana. La tocaba con una dulzura que nadie le había enseñado, con una pasión que la derretía. Mario sabía qué teclas tocar, qué puntos volvían loca a Ana y Ana hambrienta se lo comía, le devoraba.

Ana veía más allá del Mario seductor y varonil, sentía al caballero, al único caballero que había entrado en su cama. El único que priorizaba su placer al suyo propio. La llevaba al éxtasis y precisamente esto era lo que le hacía sentir bien a él. El placer volvía cual boomerang aumentado.

Ana y Mario en la cama eran dos cuerpos que se entendían sin hablarse, bailaban la misma música, seguían el mismo ritmo. Alcanzaban el orgasmo a la vez sin mayor excepcionalidad. En la cama eran uno. Sin más.

Y así escribieron un día tras otro, entrelazaron las semanas. Emborrachándose el uno del otro.

Una noche…

Estaban los dos hechos un ovillo, entre las sábanas, desnudos, con la tibieza que da la piel y el calor de sus cuerpos entrelazados, ella hundía la cabeza en su pecho, le olía, le besaba, cerraba los ojos y volvía a besarlo, abrazados. Él boca arriba estirado y ella de costado con la cabeza recostada en el brazo de él, las piernas de ella lo abrazaban y la mano libre de ella dibujaba círculos en el torso inmenso de él. El acariciaba su espalda, con las yemas de los dedos de arriba abajo, lentamente. Le besaba la frente.

En un gesto enfadado con el mundo la miraba a los ojos, le cogía la carita y le preguntaba ofendido:

  • ¿Por qué me gustas tanto? ¿qué me has dado? ¿qué me has hecho? – preguntó ofendido Mario.-
  • No forzarte. Entenderte y cuidarte. Poco más. –contestó rendida Ana.-
  • ¡Eres una bruja hechicera!. Yo no quiero sentir esto.

Ana se ofendió, se incorporó y despeinada como leona, desnuda hasta la dulzura, con un rostro sonrojado y rabiosamente adorable se lo miró de frente y le dijo:

  • Mario, no sé por qué tienes tanto miedo. No voy a hacerte daño, no voy a forzarte a hacer nada que no quieras, todo lo que ha sucedido es porque tú lo has deseado, buscado y querido. Tú puedes quererme, pero no quieres. Cuando te conocí, no sabías quererme y creo que tengo el pequeño honor de haberte enseñado a quererme… pero a partir de aquí, es cosa tuya, es si quieres o si no quieres. Yo ahí nada puedo hacer. Lo que yo sí sé es que te quiero. Y no puedo remediarlo. No lo pretendo y no voy a luchar contra eso.

Mario la cogió, la acercó hasta sí, la besó intensamente y le espetó: “calla la boca, piltrafilla.”

Y se hizo el silencio.

 

ELLOS, VOSOTROS, NOSOTROS.

 

La Suelta.