Aparcó el 127 destartalado en la puerta de casa, deprisa. Salió por su lado y se acercó a ella para cogerla firmemente de la mano y llevarla hasta casa. No fuera que con la oscuridad ella se tropezara. La orientó sobre los escalones que no se veían.
Cómo podía ser alguien tan rudo y dulce a la vez. Mario tenía una mezcla explosiva de fiereza con el mundo y dulzura con ella que la derretía por dentro. Tenía unos labios perfilados que decían cómeme, a cachitos, lentamente o a bocados con hambre. Pero cómeme. Tenía la mirada más traviesa que ella hubiera visto. Se sentía desnuda ante él. Parecía desnudarla, leerle el pensamiento y actuar en consecuencia. A su lado sentía que podía cerrar los ojos y dejarse llevar; sentía que él la cuidaba y a la vez divertía. Desde que se habían encontrado aquella tarde sólo deseaba una cosa: que él la besara con la misma hambre que la atravesaba a ella. Pero debía ser él. Ella sentía así.
Sin soltarla de la mano entraron en la pequeña casa a oscuras, se entraba directamente a la cocina abierta a un comedor con un sofá debajo de la ventana que daba directamente al mar, a la playa. Una playa oscura que sólo rumoreaba al fondo. Ana sentía cada olor, cada rumor, cada brisa marina que corría aquella noche. Mario la dejó en un rincón y le susurró al oído: “Quédate aquí quieta, no te muevas, espera un minuto que vuelva. ¿De acuerdo?” Ana asintió con la cabeza. ¿Cómo negarle algo a aquel niño grande, juguetón y dulce, viril y protector?
Esperó Ana apoyándose en la pared con las manos cruzadas a la espalda. Nerviosa. Intrigada. Preguntándose donde habría ido él.
El desapareció hacia la habitación, no supo qué hacía. Encendió las luces. Y volvió, se la quedó mirando a dos palmos. Y dijo:
- Eres la cosita más dulce, traviesa y adorable que yo me haya encontrado. – se la miró con ganas. Ana temblaba, estaba hecha un saco de nervios, todo su cuerpo temblaba, deseaba tanto que él la besara, que la mente se le había puesto en OFF por primera vez.
Apenas el rumor del mar como testigo.
Mario se acercó a Ana posó sus labios en los de ella, le dio un lento y dulce beso, un beso que sabía a caricia, un beso con la dulzura de la miel, pero picante como un chili. Se la quedó mirando. Ella no podía dejar de temblar. Mario se acercó, posó sus dos manos en el cuello de Ana, le cogió la barbilla y la levantó hacia él. Entonces le dio un beso largo, intenso, cada vez más intenso. Su lengua la visitó, la saludó, le acarició la comisura. Y sonriendo la miró.- “¡besas bien eh! Mudita!”- sorprendido.
Bajó su cara al cuello de Ana, lo besó. Ana sintió cómo se le erizaban hasta las pestañas, le recorrió un escalofrío, un repelús. Y se agitó. Puso sus manos en la cintura de él y empezó a subir por aquella interminable espalda, él pareció hincharse, se acercó a ella, los cuerpos vibraban de deseo, se encendieron, se aceleraron. En ese intenso momento, Mario se separó de ella le cogió de la mano y la llevó a la habitación contigua.
Ella había estado con tíos, había conocido otros cuerpos, ella indagó el sexo sin prejuicios antes de Mario. Pero nunca había sentido aquel deseo animal, aquellas ganas de poseer a nadie, pero más aún, algo más misterioso para ella, hambre de que ese ser delicioso y varonil la poseyera. La hiciera suya. Le deseaba con cada poro de su piel.
Mario tomaba la iniciativa y ella lo agradecía.
La entró en la habitación, la sentó en la cama y una a una le fue quitando cada una de las prendas que llevaba, le quitó con suavidad las botas, las dejó a un lado, le quitó las medias, el vestido. Cuando quedó en ropa interior besó su cuello, su escote, besó sus hombros y le quitó sin mediar palabra el sujetador. La puso de pie, le bajó las bragas y le dijo “túmbate”. Ella se tumbó. Sin rechistar. Deseándolo más si cabía. Si cabía un gramo más de deseo en ella.
Él se desnudó en un plis, se quitó la camiseta en un segundo y descubrió su torso bronceado, torneado, vibrante, ella simple y llanamente no podía creer lo que estaba viendo. Se acercó a ella, la besó y le dijo “cierra los ojos”. A gatas sobre ella empezó a besarle la frente, la cara, las mejillas, la cubrió de besos, besó sus pechos, acarició sus senos con el torso de sus manos, en círculos. Cogió con su pulgar y su índice sus pezones y los apretó con fuerza en firmes círculos, en el límite del dolor. A ella le dio un latigazo de placer directo al clítoris que desconocía hasta ese minuto. Se arqueó la espalda de Ana hacia el cielo. Ana empezó a ponerse cachonda. Le deseaba. Era la única frase que podía pensar, sentir. Tenía hambre de ese hombre.
El bajó, besó su vientre, la melena de Mario la rozaba, a ella se le erizó cada centímetro de su piel, no pudo más: abrió los ojos y vió aquella fiera hambrienta besándole la ingle, entonces se incorporó y puso sus manos abiertas sobre esa tersa melena, sobre ese pelo oscuro y le gimió: “por favor, cómemelo.” Mario alzó su cara de gusto hacia Ana, sonrió se acercó y la besó: “ahora mismo mudita, me muero de ganas”
Con un dedo hurgó, acarició y masajeó. Entró el índice rabioso domando la lujuria. Ella sintió un mareo de puro placer. La sacudida fue tal que se tumbó y se dejó llevar. Él la guió por la senda del placer más profundo que nunca la hubiera atravesado. Era como si conociera cada terminación nerviosa de su entrepierna. Se lo comió despacio, mientras el dedo seguía hurgando sus entrañas. Ana no era Ana. Simplemente era plastilina en las manos de Mario. La espalda se arqueaba, las piernas sacudían. Él no paraba, no bajaba el ritmo. Ella seguía subiendo. Rota de placer. No sabía que su cuerpo pudiera sentir tanto placer. Puro delirio. Entonces Mario paró de golpe, se irguió, se acercó a ella, entre sus piernas, las separó, se tumbó sobre ella y acercó su punta al borde de sus labios inferiores. La dureza y calidez inyectaban a Ana tanta lujuria como ansiedad. “ssssssh! Tranquila, mudita, disfruta. ¡No tengas prisa!”
Pero ¿cómo no iba a tener prisa si estaba al borde del colapso?
Mario la penetró con toda la dureza y calidez que una combinación perfecta puede dar. La embistió sin dejar de mirársela a los ojos. Le besó el cuello, los ojos. Y finalmente cerró los ojos y le besó los labios. La penetró hasta llevarla a la esquina última antesala del orgasmo.
“córrete en mis brazos, mudita”
Fue decir estas palabras y Ana se corrió de placer, de puro gozo, llevada por el gusto más intenso. Le notaba dentro, húmedo, cálido, suyo y cuando Ana ya bajaba, retornaba, los últimos espasmos la recorrían. Oyó a él susurrarle en la esquina de su oído: “me corro, me corro!” Mario se iba, se deshacía sobre Ana.
No podía escribirse instante más mágico en el cuerpo de Ana.
Silencio. Lenguaje del éxtasis.
Quietud. Color del placer.
El rumor de las olas. Único testigo.
Pasaron unos segundos, Mario se tumbó boca arriba e hizo que Ana se acurrucara en su brazo, la abrazó y la tapó.
Le susurró unas palabras que no puedo contaros. Y ella se durmió con la más dulce e inquebrantable de las sonrisas.
Mario se quedó mirando a esa mudita adorable que tenía acurrucada en su regazo. La besó en la frente y apagó la luz.
ELLOS, VOSOTROS, NOSOTROS.
La Suelta.
Suelta! Estamos ansiosas! ¿Cómo continua la historia!? Que sea ya viernes!
Estos polvos existen??? Mario existe???
Solo preguntaba por curiosidad eh…. Esto solo pasa en las películas verdad??
MARIO MAARIO MAAARIO MAAAAARIO!
Donde dices que vive ese Mario?
La madre que pario a Mario!!!!
Toma ya!!! Bravo! No hay mejor manera de empezar el día que leyendo esta maravilla!!!