XVII. ELLOS. Descubrir. Dejarse llevar.

Habían quedado a las 19.00 pero desde las 17.00 no había podido relajarse, no había parado y no había hecho nada.

Paró en frente de su casa un 127 destartalado y oxidado dando bozinazos. Meeec-meeec!!

Ana estaba sentada en el último escalón del acceso a su casa. Esperaba con la chaqueta en la mano. Se quedó mirando a ese niño de sonrisa inmensa, a ese niño gamberro y alegre que le pitaba sin parar para decirle a todo el mundo que quisiera oírle que había venido a buscarla, a su mudita.

  • ¡Pero qué guapa que va ella!.- dijo fuerte, enérgico y alegre Mario.-
  • ¡No me hagas poner roja!.- contestó Ana.-
  • El vestido de flores lo habrás puesto a lavar supongo…
  • Ja-ja-ja! – río forzada.- ¡pues no te creerás lo que me ha pasado!.- Ana empezó a reír a carcajadas viéndose en la última torpeza, con la ducha, con su cuerpo y con su vida; ella se hacía gracia a sí misma, al contarlo se reía, se partía y en su alegría le contagiaba, emitió un monólogo como de 5 minutos sin stops. Hasta que a Mario se le dibujó la más dulce de la sonrisas, cautivado escuchándola, saboreando su risa, sin en ningún momento saber qué diantres le estaba explicando. Esa niña era tan dulce. No sabía qué tenía.

 

Él arrancó al fin, con prisas y se perdió detrás del último camino de piedrecitas al final de la playa, aparcó en un hueco entre dos pinos, bajó y le señaló que le siguiera.

Ana se preguntó qué habría allí.

  • ¡Ten cuidado por donde pisas que eres especialista en subirte donde no debes y debo andar detrás de ti cuidándote como un loco! – sonaba tan falsa la queja, tan dulce su preocupación… a ella le encantó. ¡Qué ricura! Tan golfo y tan tierno.

Mario escaló por un camino de rocas al final de la playa, le decía donde debía poner el pie, donde cogerse, le cogía la mano con firmeza, guiándola; era última hora de la tarde, la llevo a través de un caminito cada vez más estrecho hasta que entró en una gruta entre las rocas, y como si de un escondite de piratas se tratara, allí dentro, al fondo, había una ventana al mar. Cuando Ana asomó, se maravilló, el sol estaba a punto de tocar el mar, de tumbarse a dormir, su lengua roja estaba a punto de taparse con la fina línea que dibuja el horizonte, ella se quedó sin habla (otra vez), era un espectáculo con la banda sonora del mar, el rumor del oleaje el suave gemido de las olas, el mar al chocar en las rocas.

Mario no decía nada, no miraba al mar, sólo a Ana. Y su carita asombrada. Aquella niña estaba llena de vida.

Ana miraba al horizonte, al círculo rojo, mordido, menguado y pellizcado por el mar, ese sol vibrante y suyo. “¡Qué jodida maravilla!”

Mario le acercó el dedo a la cara, con la  punta del dedo índice toco el final de su ceja, bajo hasta la mejilla, le retiró un mechón de pelo detrás de la oreja y bajo por el cuello.

Mario se la quedó mirando maravillado: “¡tienes la piel más suave que nunca haya visto!”. Ana, paralizada, como una estatua, esperaba que Mario la besara.

Pero en ese mismo instante él se puso en pie y le dijo: “¡vamos a comer algo, sé un sitio que te encantará!”.

Mario consiguió que Ana estuviera en tensión toda la noche, Ana consiguió hipnotizar a Mario con su parlotería, con su magia, con sus ocurrencias, con su gamberra manera de ser especial. Cuando ella hablaba, Mario no tenía ojos para nadie más, sólo escuchaba lo que ella contaba, percibía su tono, su temperatura, escuchaba sus miedos, sospechaba sus ilusiones. Ella era transparente como el agua, era predecible. Cuando Mario hablaba Ana sólo sabía mirarle los labios, deseaba besarlos, no podía ocultarlo. Mario perspicaz en estos temas la leía, sonreía y se dejaba desear.

No sabía de donde había salida tremenda criatura, era adorable y gamberra; picarona y dulce. Se quedaría toda la vida simplemente escuchándola. Simplemente. Tenía esa voz con diferentes tonos, ese pelo alborotado, vestida de cualquier manera, parecía recatada. Parecía…

Ana seguía hablando y no se acababa el plato.

Explicaba anécdotas divertidas, le arrancaba la risa y la carcajada.

A los postres le trajo un vino dulce delicioso, ella había pasado del puntito óptimo, tenía las mejillas sonrojadas.

Ana internamente se moría de ganas de todo, de besarle, comerle y permitirle. Pero no iba a dar el primer paso.

Mario simplemente le leía el pensamiento. Se quedaron mirando un momento, un instante, un mágico segundo.

Los dos lo deseaban.

  • ¿Qué es lo que más deseas hacer ahora?.- preguntó Mario.-
  • – respondió gamberra y descarada Ana.-

Sonrieron. Con el cosquilleo que anuncia un deseo irrefrenable.

El pidió la cuenta. Se fueron al coche sin mediar palabra.

Antes de arrancar ella preguntó:

  • Y ahora, Mario, ¿Dónde me llevas?
  • ¿te fías de mí?
  • Sí, claro.
  • Pues déjate llevar.

Y el coche arrancó violento hacia la casa de la playa. La casa de sábanas blancas, la casa donde la noche anterior había amanecido Ana con su vestido de flores.

 

ELLOS, VOSOTROS, NOSOTROS.

 

La Suelta.

 

Un pensamiento en “XVII. ELLOS. Descubrir. Dejarse llevar.

  1. Anónimo dice:

    Cada semana, más fan tuya!

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