Ana se acercó a la orilla del mar, había dejado sus cosas, su ordenador y la chaqueta en el apartamento de playa que le habían prestado.
Había venido a pasar una temporada a cuidar de su tía un poco depresiva, su tía pasaba una mala racha y ella quería estar cerca. Su vida atravesaba una etapa de incertidumbre, de quietud, de tomar decisiones.
Trabajaba desde casa, para algún que otro cliente que había conservado.
El apartamento era la mínima expresión. Un ambiente cocina americana, un sofá cama, cuatro útiles escasos pero suficientes, un baño en la mínima expresión y un armario donde había cinco perchas olvidadas con un vestido de playa que suspiraba por salir a pasear.
Había pedido una estufa de aceite a su prima y una cafetera «de las de antes», esas que se desenroscan, le pones agua, café molido y pita cuando lo tiene listo.
Era final de marzo, hacía frío, pero el sol empezaba a calentar. Encendió la estufa cerró con llave y bajó a las rocas a ver quién había, si había alguien… Escuchar el mar, el rumor de las olas al chocar en las rocas. Las caricias impregnadas de humedad y cabreadas del oleaje al chocar en las rocas. Convertirse en espuma y rendirse al caer volviendo al mar.
Metía las manos en su chaqueta, se guarecía del viento cuando vio unos surfistas que surfeaban las olas allá a lo lejos.
Uno caía y volvía a intentarlo.
El otro tenía gracia, un cuerpo inmenso, unas espaldas anchas y una media melena.
Desde donde estaba no podía ver más.
Estuvo observándoles un rato hasta que ellos empezaron a ir hacia la orilla. Ella quiso disimular.
Pero estaba sola en la playa en el montículo de rocas. Bajar era complicado. No había opción. Pasaban delante de ella e irse hubiera sido tan evidente…
Se quedó de pie mirándoselos como si hubiera visto un fantasma.
Cuando el chico de media melena, de hombros anchos, se acercó y posó sus ojos en ella, a ella le recorrió un escalofrío por la parte de atrás de su cuerpo desde los talones hasta la nuca y una punzada en el estómago la hizo sentir pequeña, débil y dominada por aquella mirada de lobo y sonrisa pícara.
- ¿Quieres que te ayude a bajar mi niña? o te vas a despeñar por esas rocas y no podría soportarlo.
Lo dijo con tanta frescura, con ese descaro, seguridad en sí mismo y ese halo de protección que ella interiormente se derritió y por fuera se le erizó la piel. Se quedó muda y sin pestañear. Él sonrió divertido, gamberro.
Sabía cuándo provocaba ese efecto magnético en las mujeres y le divertía.
Él subió hasta ella se acuclilló, le ofreció la espalda.
Ella dio un salto subiendo a horcajadas en aquella espalda inmensa. Y él poco a poco empezó a bajarla hasta la arena.
Con una delicadeza extrema se agachó para que ella bajara.
Se giraron quedando cara a cara.
Ana se ruborizó. “¡joder, podría ser menos tierno! Tener algún fallo!” pensó Ana.
Él se apartó la melena detrás de la oreja.
Era guapísimo, una mirada intensa, una sonrisa deslumbrante y una luz que atraía cual gigante imán.
- Gracias, soy Ana.
- No me des las gracias, niña, era una obligación. No tenías manera de bajar de allí. Ya me explicarás como lo hiciste.
Hubo un silencio cálido.
- Me llamo Mario. Y deja de mirarme como si hubieras visto un fantasma.
Los dos rieron abiertamente.
Los últimos rayos de sol acariciaban la arena, el oleaje seguía en su discusión con las rocas sobre quién tenía razón y nadie cedía, ofreciendo borbotones de espuma, de roca bañada por el mar y un brillo de los reflejos en el mar. A lo lejos las nubes desordenaban el horizonte en una mezcla de intensos rojos con suaves grises. La puesta no podía ser más bonita.
Mario se quedó mirando al sol como besaba el horizonte y se escondía lentamente detrás del mar. Observaba maravillado, asombrado y emocionado.
Ana también miraba al sol pero desde su posición también veía a Mario, le veía la cara, la emoción. Esa pasión por la vida. Ese chico era magnético, era pura vida.
Los últimos rayos de sol jugaban con la melena de Mario.
Y cuando ya no quedaba ni un cachito del Sol Mario miró a Ana.
- Es increíble, gigante. Brutal. ¿No crees?
- Sí, respondió ella. Pero no sabía si lo decía por la puesta de sol o por el hombre que estaba mirando.
- Nunca borraré tu carita de susto allí en las rocas. Serás la mudita de las rocas.- Ella sintió que las mejillas le quemaban.-
- Serás cabrón…
- Un poco. Pero soy bueno. Jejeje.
Recogieron las cosas y volvieron hacia casa, ella se fue al apartamento e intentó ver hacia donde se iban ellos. Montaron en un coche destartalado y subieron la cuesta hasta las casas de la zona alta de la urbanización. Las primeras casas encima del acantilado.
Se encerró en casa, deambuló el resto del día. Como si hubiera visto un fantasma. Con una tonta sonrisa que teñía su incertidumbre.
ELLOS, VOSOTROS, NOSOTROS.
La Suelta.
Guau!!
Aix, que tierno….^_^