XVIII. ELLOS. Cierra los ojos

Aparcó el 127 destartalado en la puerta de casa, deprisa. Salió por su lado y se acercó a ella para cogerla firmemente de la mano y llevarla hasta casa. No fuera que con la oscuridad ella se tropezara. La orientó sobre los escalones que no se veían.

Cómo podía ser alguien tan rudo y dulce a la vez. Mario tenía una mezcla explosiva de fiereza con el mundo y dulzura con ella que la derretía por dentro. Tenía unos labios perfilados que decían cómeme, a cachitos, lentamente o a bocados con hambre. Pero cómeme. Tenía la mirada más traviesa que ella hubiera visto. Se sentía desnuda ante él. Parecía desnudarla, leerle el pensamiento y actuar en consecuencia. A su lado sentía que podía cerrar los ojos y dejarse llevar; sentía que él la cuidaba y a la vez divertía. Desde que se habían encontrado aquella tarde sólo deseaba una cosa: que él la besara con la misma hambre que la atravesaba a ella. Pero debía ser él. Ella sentía así.

Sin soltarla de la mano entraron en la pequeña casa a oscuras, se entraba directamente a la cocina abierta a un comedor con un sofá debajo de la ventana que daba directamente al mar, a la playa. Una playa oscura que sólo rumoreaba al fondo. Ana sentía cada olor, cada rumor, cada brisa marina que corría aquella noche. Mario la dejó en un rincón y le susurró al oído: “Quédate aquí quieta, no te muevas, espera un minuto que vuelva. ¿De acuerdo?” Ana asintió con la cabeza. ¿Cómo negarle algo a aquel niño grande, juguetón y dulce, viril y protector?

Esperó Ana apoyándose en la pared con las manos cruzadas a la espalda. Nerviosa. Intrigada. Preguntándose donde habría ido él.

El desapareció hacia la habitación, no supo qué hacía. Encendió las luces. Y volvió, se la quedó mirando a dos palmos. Y dijo:

  • Eres la cosita más dulce, traviesa y adorable que yo me haya encontrado. – se la miró con ganas. Ana temblaba, estaba hecha un saco de nervios, todo su cuerpo temblaba, deseaba tanto que él la besara, que la mente se le había puesto en OFF por primera vez.

Apenas el rumor del mar como testigo.

Mario se acercó a Ana posó sus labios en los de ella, le dio un lento y dulce beso, un beso que sabía a caricia, un beso con la dulzura de la miel, pero picante como un chili. Se la quedó mirando. Ella no podía dejar de temblar. Mario se acercó, posó sus dos manos en el cuello de Ana, le cogió la barbilla y la levantó hacia él. Entonces le dio un beso largo, intenso, cada vez más intenso. Su lengua la visitó, la saludó, le acarició la comisura. Y sonriendo la miró.- “¡besas bien eh! Mudita!”- sorprendido.

Bajó su cara al cuello de Ana, lo besó. Ana sintió cómo se le erizaban hasta las pestañas, le recorrió un escalofrío, un repelús. Y se agitó. Puso sus manos en la cintura de él y empezó a subir por aquella interminable espalda, él pareció hincharse, se acercó a ella, los cuerpos vibraban de deseo, se encendieron, se aceleraron. En ese intenso momento, Mario se separó de ella le cogió de la mano y la llevó a la habitación contigua.

Ella había estado con tíos, había conocido otros cuerpos, ella indagó el sexo sin prejuicios antes de Mario. Pero nunca había sentido aquel deseo animal, aquellas ganas de poseer a nadie, pero más aún, algo más misterioso para ella, hambre de que ese ser delicioso y varonil la poseyera. La hiciera suya. Le deseaba con cada poro de su piel.

Mario tomaba la iniciativa y ella lo agradecía.

La entró en la habitación, la sentó en la cama y una a una le fue quitando cada una de las prendas que llevaba, le quitó con suavidad las botas, las dejó a un lado, le quitó las medias, el vestido. Cuando quedó en ropa interior besó su cuello, su escote, besó sus hombros y le quitó sin mediar palabra el sujetador. La puso de pie, le bajó las bragas y le dijo “túmbate”. Ella se tumbó. Sin rechistar. Deseándolo más si cabía. Si cabía un gramo más de deseo en ella.

Él se desnudó en un plis, se quitó la camiseta en un segundo y descubrió su torso bronceado, torneado, vibrante, ella simple y llanamente no podía creer lo que estaba viendo. Se acercó a ella, la besó y le dijo “cierra los ojos”. A gatas sobre ella empezó a besarle la frente, la cara, las mejillas, la cubrió de besos, besó sus pechos, acarició sus senos con el torso de sus manos, en círculos. Cogió con su pulgar y su índice sus pezones y los apretó con fuerza en firmes círculos, en el límite del dolor. A ella le dio un latigazo de placer directo al clítoris que desconocía hasta ese minuto. Se arqueó la espalda de Ana hacia el cielo. Ana empezó a ponerse cachonda. Le deseaba. Era la única frase que podía pensar, sentir. Tenía hambre de ese hombre.

El bajó, besó su vientre, la melena de Mario la rozaba, a ella se le erizó cada centímetro de su piel, no pudo más: abrió los ojos y vió aquella fiera hambrienta besándole la ingle, entonces se incorporó y puso sus manos abiertas sobre esa tersa melena, sobre ese pelo oscuro y le gimió: “por favor, cómemelo.” Mario alzó su cara de gusto hacia Ana, sonrió se acercó y la besó: “ahora mismo mudita, me muero de ganas”

Con un dedo hurgó, acarició y masajeó. Entró el índice rabioso domando la lujuria. Ella sintió un mareo de puro placer. La sacudida fue tal que se tumbó y se dejó llevar. Él la guió por la senda del placer más profundo que nunca la hubiera atravesado. Era como si conociera cada terminación nerviosa de su entrepierna. Se lo comió despacio, mientras el dedo seguía hurgando sus entrañas. Ana no era Ana. Simplemente era plastilina en las manos de Mario. La espalda se arqueaba, las piernas sacudían. Él no paraba, no bajaba el ritmo. Ella seguía subiendo. Rota de placer. No sabía que su cuerpo pudiera sentir tanto placer. Puro delirio. Entonces Mario paró de golpe, se irguió, se acercó a ella, entre sus piernas, las separó, se tumbó sobre ella y acercó su punta al borde de sus labios inferiores. La dureza y calidez inyectaban a Ana tanta lujuria como ansiedad. “ssssssh! Tranquila, mudita, disfruta. ¡No tengas prisa!”

Pero ¿cómo no iba a tener prisa si estaba al borde del colapso?

Mario la penetró con toda la dureza y calidez que una combinación perfecta puede dar. La embistió sin dejar de mirársela a los ojos. Le besó el cuello, los ojos. Y finalmente cerró los ojos y le besó los labios. La penetró hasta llevarla a la esquina última antesala del orgasmo.

“córrete en mis brazos, mudita”

Fue decir estas palabras y Ana se corrió de placer, de puro gozo, llevada por el gusto más intenso. Le notaba dentro, húmedo, cálido, suyo y cuando Ana ya bajaba, retornaba, los últimos espasmos la recorrían. Oyó a él susurrarle en la esquina de su oído: “me corro, me corro!” Mario se iba, se deshacía sobre Ana.

No podía escribirse instante más mágico en el cuerpo de Ana.

Silencio. Lenguaje del éxtasis.

Quietud. Color del placer.

El rumor de las olas. Único testigo.

Pasaron unos segundos, Mario se tumbó boca arriba e hizo que Ana se acurrucara en su brazo, la abrazó y la tapó.

Le susurró unas palabras que no puedo contaros. Y ella se durmió con la más dulce e inquebrantable de las sonrisas.

Mario se quedó mirando a esa mudita adorable que tenía acurrucada en su regazo. La besó en la frente y apagó la luz.

 

ELLOS, VOSOTROS, NOSOTROS.

La Suelta.

 

XVII. ELLOS. Descubrir. Dejarse llevar.

Habían quedado a las 19.00 pero desde las 17.00 no había podido relajarse, no había parado y no había hecho nada.

Paró en frente de su casa un 127 destartalado y oxidado dando bozinazos. Meeec-meeec!!

Ana estaba sentada en el último escalón del acceso a su casa. Esperaba con la chaqueta en la mano. Se quedó mirando a ese niño de sonrisa inmensa, a ese niño gamberro y alegre que le pitaba sin parar para decirle a todo el mundo que quisiera oírle que había venido a buscarla, a su mudita.

  • ¡Pero qué guapa que va ella!.- dijo fuerte, enérgico y alegre Mario.-
  • ¡No me hagas poner roja!.- contestó Ana.-
  • El vestido de flores lo habrás puesto a lavar supongo…
  • Ja-ja-ja! – río forzada.- ¡pues no te creerás lo que me ha pasado!.- Ana empezó a reír a carcajadas viéndose en la última torpeza, con la ducha, con su cuerpo y con su vida; ella se hacía gracia a sí misma, al contarlo se reía, se partía y en su alegría le contagiaba, emitió un monólogo como de 5 minutos sin stops. Hasta que a Mario se le dibujó la más dulce de la sonrisas, cautivado escuchándola, saboreando su risa, sin en ningún momento saber qué diantres le estaba explicando. Esa niña era tan dulce. No sabía qué tenía.

 

Él arrancó al fin, con prisas y se perdió detrás del último camino de piedrecitas al final de la playa, aparcó en un hueco entre dos pinos, bajó y le señaló que le siguiera.

Ana se preguntó qué habría allí.

  • ¡Ten cuidado por donde pisas que eres especialista en subirte donde no debes y debo andar detrás de ti cuidándote como un loco! – sonaba tan falsa la queja, tan dulce su preocupación… a ella le encantó. ¡Qué ricura! Tan golfo y tan tierno.

Mario escaló por un camino de rocas al final de la playa, le decía donde debía poner el pie, donde cogerse, le cogía la mano con firmeza, guiándola; era última hora de la tarde, la llevo a través de un caminito cada vez más estrecho hasta que entró en una gruta entre las rocas, y como si de un escondite de piratas se tratara, allí dentro, al fondo, había una ventana al mar. Cuando Ana asomó, se maravilló, el sol estaba a punto de tocar el mar, de tumbarse a dormir, su lengua roja estaba a punto de taparse con la fina línea que dibuja el horizonte, ella se quedó sin habla (otra vez), era un espectáculo con la banda sonora del mar, el rumor del oleaje el suave gemido de las olas, el mar al chocar en las rocas.

Mario no decía nada, no miraba al mar, sólo a Ana. Y su carita asombrada. Aquella niña estaba llena de vida.

Ana miraba al horizonte, al círculo rojo, mordido, menguado y pellizcado por el mar, ese sol vibrante y suyo. “¡Qué jodida maravilla!”

Mario le acercó el dedo a la cara, con la  punta del dedo índice toco el final de su ceja, bajo hasta la mejilla, le retiró un mechón de pelo detrás de la oreja y bajo por el cuello.

Mario se la quedó mirando maravillado: “¡tienes la piel más suave que nunca haya visto!”. Ana, paralizada, como una estatua, esperaba que Mario la besara.

Pero en ese mismo instante él se puso en pie y le dijo: “¡vamos a comer algo, sé un sitio que te encantará!”.

Mario consiguió que Ana estuviera en tensión toda la noche, Ana consiguió hipnotizar a Mario con su parlotería, con su magia, con sus ocurrencias, con su gamberra manera de ser especial. Cuando ella hablaba, Mario no tenía ojos para nadie más, sólo escuchaba lo que ella contaba, percibía su tono, su temperatura, escuchaba sus miedos, sospechaba sus ilusiones. Ella era transparente como el agua, era predecible. Cuando Mario hablaba Ana sólo sabía mirarle los labios, deseaba besarlos, no podía ocultarlo. Mario perspicaz en estos temas la leía, sonreía y se dejaba desear.

No sabía de donde había salida tremenda criatura, era adorable y gamberra; picarona y dulce. Se quedaría toda la vida simplemente escuchándola. Simplemente. Tenía esa voz con diferentes tonos, ese pelo alborotado, vestida de cualquier manera, parecía recatada. Parecía…

Ana seguía hablando y no se acababa el plato.

Explicaba anécdotas divertidas, le arrancaba la risa y la carcajada.

A los postres le trajo un vino dulce delicioso, ella había pasado del puntito óptimo, tenía las mejillas sonrojadas.

Ana internamente se moría de ganas de todo, de besarle, comerle y permitirle. Pero no iba a dar el primer paso.

Mario simplemente le leía el pensamiento. Se quedaron mirando un momento, un instante, un mágico segundo.

Los dos lo deseaban.

  • ¿Qué es lo que más deseas hacer ahora?.- preguntó Mario.-
  • – respondió gamberra y descarada Ana.-

Sonrieron. Con el cosquilleo que anuncia un deseo irrefrenable.

El pidió la cuenta. Se fueron al coche sin mediar palabra.

Antes de arrancar ella preguntó:

  • Y ahora, Mario, ¿Dónde me llevas?
  • ¿te fías de mí?
  • Sí, claro.
  • Pues déjate llevar.

Y el coche arrancó violento hacia la casa de la playa. La casa de sábanas blancas, la casa donde la noche anterior había amanecido Ana con su vestido de flores.

 

ELLOS, VOSOTROS, NOSOTROS.

 

La Suelta.

 

XVI. ELLOS. Ni rastro de Mario.

Ana llevaba dos semanas en el apartamento y no había vuelto a ver a Mario; había recorrido las deshabitadas calles de la urbanización.

Había bajado cada día a la playa a la misma hora que lo encontró, había esperado cada atardecer.

Se estaba volviendo obsesiva, se estaba poniendo paranoica y no se gustaba.

Quería no pensar en él.

Pero cuanto más pretendía apartarlo de su mente, más volvía su mente a subrayar su recuerdo, a enviarle flashes de aquella sonrisa irresistible.

De aquella voz grave. Y de ese olor a mar.

Intentaba distraer su cotidianidad con actos mundanos, subía cada día a comer con su tía, le llevaba cada día su dosis necesaria de positivismo y mejoraba. La notaba mejor.

Salía a tomar algo con su prima y fue en una de estas cuando su prima le dijo que se montaba una fiesta…

Ana vio la luz. Pensó que allí fijo que encontraba a Mario.

Se probó todo el armario. Tardó el doble en arreglarse y su prima y ella fueron las primeras en llegar a la fiesta.

Sólo estaba Tomás, el anfitrión, que les puso un copazo.

Ana con los nervios bebió, se preocupó y bebió, no había risas ni bromas.

Su prima y Tomas se enzarzaron en una conversación que no seguía, era incapaz de escuchar…

Llegaron los segundos invitados y los terceros.

Ana no conocía a nadie.

Ni rastro de Mario.

Y siguió bebiendo. Apoyada en un rincón.

Ya se había quitado el jersey, llevaba despendolado su vestido de flores. Estaba apoyada en la pared y una de sus botas cruzada sobre la otra.

Cogía su copa sin interés pero seguía bebiendo.

Ella no era consciente de su nivel de alcohol.

No había hablado con nadie. Así que no supo medirse. Nadie le interesaba, el mundo empezaba y acababa en Mario. Y Mario no estaba.

Era tarde, se había empezado a ir gente cuando apareció Mario, con el amigo de la playa.

Para Ana fue como si le iluminaran la sonrisa, la hincharan cual globo de ilusión.

Se lo miro. No podía creérselo.

Sonrió.

El entró rebosante de seguridad, la misma frescura, saludó a Tomas, eran colegas, más que amigos… la vió nada más entrar, se disculpó y sin fijarse en nadie más fue hacia ella, con una sonrisa de oreja a oreja.

Se paró a un palmo de su cara.

  • ¿Qué hace por aquí mi mudita preferida?

Ella rió torpemente, ahora sí se notaba pastosa.

Quiso emitir alguna palabra, algún chiste u ocurrencia… ¡Nada!

El automáticamente vio que ella iba pasada de rosca, se pilló una cerveza y se quedó cerca de ella. Ella empezó a preguntar sin enlazar hábilmente las palabras.

Se fue al baño dando tumbos, se lavó la cara. Se golpeó con la pared. Se tambaleaba.

Era Mario.

Estaba ahí fuera.

¡Qué fuerte!

Pero su mente era un pastizal de alcohol y pensamientos detenidos. De intenciones.

Y ahí paró su noche.

Lo siguiente que recordó Ana fue despertar en una cama de sábanas blancas y el rumor del mar como si la cama estuviera plantada en la misma arena de la playa. No sabía dónde se encontraba.

Llevaba el mismo vestido de flores de la noche anterior.

Las botas colocadas al borde de la cama.

Y un olor a café venía desde algún lugar de la casa.

Y de repente pensó en quién debía ser que lo estaba preparando…

En la habitación sólo había la cama y un pequeño armario. Una mesita de noche con una luna de lamparita de noche. La ventana no tenía ni cortina.

Se incorporó y se asomó a la sala contigua.

Era una casa antigua con puertas de colores, ninguna del mismo tamaño, una casa con sabor a playa, se asomó a la cocina y vio a Mario en los fogones preparando algo y una cafetera en marcha.

Se giró sobresaltado.

Ella se apoyó en el marco de la puerta, avergonzada y feliz de encontrarle a él.

Se lo quedó mirando.

Él sonrió.

Hay momentos, instantes que quisieras retener, ponerle el pause a la vida. Grabarlos cual fotografía en tu disco duro de la memoria, para que nada los destiña. Para ellos ese fue uno de esos momentos.

– ¡Ay! Mi mudita, ¡cómo le gusta beber! – se la quedó mirando Mario, ¿qué niña descarriada era aquella que conseguía preocuparle cada vez que la encontraba y que una fuerza superior a él hacia molestarse más allá de lo necesario para su maldito bienestar?, maldita gamberra –  ¿Quieres un café? O directamente algo para la cabeza? – dijo con socarronería…-

– Un café estará bien. -respondió, fingidamente modosita.-

– Vamos a hacer una cosa, vamos a salir tú y yo, me vas a enseñar esa forma tuya de beber y yo te diré cuando parar…

“¿Este listillo iba a decirle lo que tenía que hacer con su vida?” pensó Ana…

  • Vale. – respondió Ana.-
  • ¿Mañana?
  • ¡Perfecto!
  • Te recojo a las 20:00h.

Ana se quedó pensando, ¿sabía dónde vivía?

 

ELLOS, VOSOTROS, NOSOTROS.

 

La Suelta.

 

 

 

 

XV. ELLOS. Hace un año… Ana se acerca al mar.

Ana se acercó a la orilla del mar, había dejado sus cosas, su ordenador y la chaqueta en el apartamento de playa que le habían prestado.

Había venido a pasar una temporada a cuidar de su tía un poco depresiva, su tía pasaba una mala racha y ella quería estar cerca. Su vida atravesaba una etapa de incertidumbre, de quietud, de tomar decisiones.

Trabajaba desde casa, para algún que otro cliente que había conservado.

El apartamento era la mínima expresión. Un ambiente cocina americana, un sofá cama, cuatro útiles escasos pero suficientes, un baño en la mínima expresión y un armario donde había cinco perchas olvidadas con un vestido de playa que suspiraba por salir a pasear.

Había pedido una estufa de aceite a su prima y una cafetera «de las de antes», esas que se desenroscan, le pones agua, café molido y pita cuando lo tiene listo.

Era final de marzo, hacía frío, pero el sol empezaba a calentar. Encendió la estufa cerró con llave y bajó a las rocas a ver quién había, si había alguien… Escuchar el mar, el rumor de las olas al chocar en las rocas. Las caricias impregnadas de humedad y cabreadas del oleaje al chocar en las rocas. Convertirse en espuma y rendirse al caer volviendo al mar.

Metía las manos en su chaqueta, se guarecía del viento cuando vio unos surfistas que surfeaban las olas allá a lo lejos.

Uno caía y volvía a intentarlo.

El otro tenía gracia, un cuerpo inmenso, unas espaldas anchas y una media melena.

Desde donde estaba no podía ver más.

Estuvo observándoles un rato hasta que ellos empezaron a ir hacia la orilla. Ella quiso disimular.

Pero estaba sola en la playa en el montículo de rocas. Bajar era complicado. No había opción. Pasaban delante de ella e irse hubiera sido tan evidente…

Se quedó de pie mirándoselos como si hubiera visto un fantasma.

 

Cuando el chico de media melena, de hombros anchos, se acercó y posó sus ojos en ella, a ella le recorrió un escalofrío por la parte de atrás de su cuerpo desde los talones hasta la nuca y una punzada en el estómago la hizo sentir pequeña, débil y dominada por aquella mirada de lobo y sonrisa pícara.

  • ¿Quieres que te ayude a bajar mi niña? o te vas a despeñar por esas rocas y no podría soportarlo.

Lo dijo con tanta frescura, con ese descaro, seguridad en sí mismo y ese halo de protección que ella interiormente se derritió y por fuera se le erizó la piel. Se quedó muda y sin pestañear. Él sonrió divertido, gamberro.

Sabía cuándo provocaba ese efecto magnético en las mujeres y le divertía.

Él subió hasta ella se acuclilló, le ofreció la espalda.

Ella dio un salto subiendo a horcajadas en aquella espalda inmensa. Y él poco a poco empezó a bajarla hasta la arena.

Con una delicadeza extrema se agachó para que ella bajara.

Se giraron quedando cara a cara.

Ana se ruborizó. “¡joder, podría ser menos tierno! Tener algún fallo!” pensó Ana.

Él se apartó la melena detrás de la oreja.

Era guapísimo, una mirada intensa, una sonrisa deslumbrante y una luz que atraía cual gigante imán.

  • Gracias, soy Ana.
  • No me des las gracias, niña, era una obligación. No tenías manera de bajar de allí. Ya me explicarás como lo hiciste.

Hubo un silencio cálido.

  • Me llamo Mario. Y deja de mirarme como si hubieras visto un fantasma.

Los dos rieron abiertamente.

 

Los últimos rayos de sol acariciaban la arena, el oleaje seguía en su discusión con las rocas sobre quién tenía razón y nadie cedía, ofreciendo borbotones de espuma, de roca bañada por el mar y un brillo de los reflejos en el mar. A lo lejos las nubes desordenaban el horizonte en una mezcla de intensos rojos con suaves grises. La puesta no podía ser más bonita.

 

Mario se quedó mirando al sol como besaba el horizonte y se escondía lentamente detrás del mar. Observaba maravillado, asombrado y emocionado.

Ana también miraba al sol pero desde su posición también veía a Mario, le veía la cara, la emoción. Esa pasión por la vida. Ese chico era magnético, era pura vida.

Los últimos rayos de sol jugaban con la melena de Mario.

 

Y cuando ya no quedaba ni un cachito del Sol Mario miró a Ana.

  • Es increíble, gigante. Brutal. ¿No crees?
  • Sí, respondió ella. Pero no sabía si lo decía por la puesta de sol o por el hombre que estaba mirando.
  • Nunca borraré tu carita de susto allí en las rocas. Serás la mudita de las rocas.- Ella sintió que las mejillas le quemaban.-
  • Serás cabrón…
  • Un poco. Pero soy bueno. Jejeje.

 

Recogieron las cosas y volvieron hacia casa, ella se fue al apartamento e intentó ver hacia donde se iban ellos. Montaron en un coche destartalado y subieron la cuesta hasta las casas de la zona alta de la urbanización. Las primeras casas encima del acantilado.

Se encerró en casa, deambuló el resto del día. Como si hubiera visto un fantasma. Con una tonta sonrisa que teñía su incertidumbre.

 

ELLOS, VOSOTROS, NOSOTROS.

La Suelta.