Yo tenía un amigo. Suelto. Vivaracho. Mochilero. Trompetista. Inventor. Payaso.
Me reía en la distancia con él y de él, con su permiso.
Sorbíamos la vida, la desmontábamos y la volvíamos a montar, a nuestra manera.
Con sólo mirar mis ojos sabía qué estaba pensando. Su mirada era mi abrigo.
Era divertido, presente, soñador, viajero, políglota. Callejero. Sin horarios. Sin medidas.
Fiel. Leal. Honesto. Amigo. Inmenso.
Este amigo un día se enamora. Se vuelve loco de amor. Se arrodilla. Se tuerce al sentimiento. Se le dilatan las pupilas. Se entremezcla inquietud con sentimiento. Se vence ante la vida.
Yo me alegro, sonrío, me enorgullezco del amor. Del imposible y del puede ser.
Pero…
Tantas cosas buenas en la vida traen de la mano un “pero”.
Pero cambia. No a mejor. No a peor. Distinto. Cambia. Gira. Diverge. No por ser un sitio diferente es peor. Diferente.
Se calma. Se retrae. Cambia de tema, de discurso, de color. Deja la mochila. Lee y estudia. Analiza. Conversa.
Se acabó el payaso.
Ya no está presente. Ya no me mira a los ojos.
Anda feliz. Sosegado. Sonriente. Me alegro por él. Extraño el nosotros. Donde está el «¿Dónde quedamos, princesa?» «¿¡Unas cañas!?» «¡Tengo que hablar contigo!» «¡Eres mi mejor amiga!» «Estoy abajo. ¡Necesito salir contigo!». «¡Vamos a perder la conciencia!».
Ahora sobra la conciencia. La coherencia. El discurso y la reflexión.
Habla de monovolúmenes, trabajos fijos. Sueldos. Ascensos. Proyecto de familia.
Y me alegro. Pero…
¿Dónde está el niño? ¿La locura? ¿Nuestras risas?
Y una punzadita de celos recorre mi autoestima: ¿y yo? ¿Ya no recuerda? ¿Ya no le importo?
Jo.
Se queda mi alma con carita de niño frustrado.
Acepto. Pero triste. Entiendo. Pero añoro.
Jo.
Aquí me quedo: al lado del teléfono, esperando:
Un bajón del pasado.
Un giro del mañana.
O un simple equilibrio de los tiempos.
De las salidas con los refugios.
Simplemente un cachito de locura a medias coloreada.
Simplemente.
Te espero.
La Suelta.
Pero él nunca llama, aunque yo siga esperando.
La espera no tiene final. No termina. No renuncias.
Aceptas. Entiendes. Te frustras.
Mas sigues esperando. Porque la melancolía acecha y nos sacude el niño de antaño, nos grita, pide, aulla: que le saques a la calle, que te rías, te diviertas, te distraigas, te despeines, no pienses, no analices. Seas tú. El de siempre, el de antes. El mochilero, el golfo, el descarado, el trompetista, el actor, mi fiel jardinero. Y en esa esquinita de nostalgia estaré yo, para callejear contigo, para filosofar y viajar, para todo o para nada. Para lo bueno o para lo malo. Porque como dijiste una vez:
– por ti, hasta el final.
– ¿Cuándo es el final?
– Cuando ya no queda nada.