El tren…

Te mira divertido y sonríes. Desvías la mirada. Le esquivas y esperas. Hace tanto calor… tu piel está húmeda… Te levantas la coleta. Te acaricias la nuca. Sabes que te está mirando. Carnívoro y sexy. Te acaricias y miras hacia él. Ahí está: al final de la cola de taquillas mirándote. Con una media sonrisa. Como diciendo: “traviesa. Lo sabes…”

Te vuelves hacia la taquilla a comprar tu billete de tren.
Viajas a visitar a tu hermana. Tren de larga duración. Vagón compartido.
Calor sofocante.
Te sacudes la camisa. Es ligeramente transparente y lo sabes.
Coges tu billete y deshaces la cola hacia el tren. Pasas por su lado sonriendo. Sin mirarle. Él se gira a tu paso descarado.

Llegas al compartimento, dos bancos enfrentados. Con puertas a un lado y ventanas en el otro. Cortinas antiguas.
Estás sola. Y alguien abre la puerta. Es él.
Os miráis y sonreís divertidos, gamberros, traviesos. Qué divertida es la vida a veces. Socarrona. Tuya.
Haces como si la cosa no fuera contigo. Te acaricias el cuello, miras por la ventana,
– ¿puedo? – Pregunta en su papel de tímido- golfo sin poder evitarlo.

Sonríes. No puedes dejar de sonreír.
Se sienta en frente tuyo. Las rodillas se tocan.
Suelta una broma, objetivamente absurda… te descojonas. Mirándote desde fuera hasta pareces ridícula. No puedes evitarlo.

– ¡qué calor!.
– y que lo digas…

El tren arranca, las palabras fluyen.
Las miradas convergen, coinciden, las palabras se entrelazan. Sin trascendencia. Sin objetivo. Por diversión.
Cae una mano. Y la mirada.
Se acerca una pierna. No separas las tuyas.
Cacarería, travesuras, palabrería, carcajadas y de repente… el silencio. Una mirada, mantenida, alargada, sostenida…
Y la distancia se acorta y la acorta. Se acerca y le dejas: sonríes…

Lo deseas. Íntimamente. Parece adivinarlo. Es fácil.
Tibiamente acerca sus labios. Te besa en la boca. Se rozan los labios. Se tocan las lenguas. No se abren los ojos. Instante a medias escrito.
Y podría entrar cualquiera en ese momento. Más te pone…
Con sus dos manos te coge de la barbilla alarga sus dedos a tu cuello, crees que vas a morir, a fundirte, deshacerte. Quieres que siga. No pedirlo. Que te lea la mente…
Es tan guapo de cerca, esos ojos claros. Sonrisa de niño travieso.
Abres los ojos, le ves sonriendo. Seguro y bribón. ¡Oh! Dios!. No vas a soportarlo.
Te estira. Te levanta. Te acerca a él… él sigue sentado, tú de pie entre sus piernas, el ladea la cabeza, mira por la ventana…
Te acaricia las piernas. Es verano. Te acaricia las piernas, las rodillas, los muslos, te sientes intensa, húmeda, cachonda…
Sus manos suben por los lados, debajo de tu minifalda, le acaricias la cabeza que tiernamente apoya en tu vientre…
Notas sus dedos hurgar en tus braguitas, acariciarte el culo… se te eriza la piel, la conciencia y el hambre…
Deseas derretirte…
Pero sigues entera.
Miras por la ventana…
Y él se decide: sube sus manos por debajo de tus bragas…
Continuará…   en Septiembre.

La Suelta

Mi visita al especialista.

Me duele aquí, ay no, me duele aquí. Pero a veces pienso que debe haberse pasado al otro lado. Y cuando noto un quemazón en la espalda… Pienso que será… lo peor.

Me planto en consulta del especialista. Lo reconozco: tengo un puntito de hipocondríaca. Me he sacado la tarjetita de la mutua y es lo más. Pido hora cada semana con algún especialista. Y hoy estoy convencida de tener algo muy chungo. Mucho. Me siento en su consulta. La miro:

Tía borde, altiva, perfecta, bella, colocada. Seguramente conocedora del tema. Eminencia. Lumbreras. Empollona de pequeña. Fijo. Con la barbilla ligeramente levantada. Una ceja más levantada de la cuenta. ¿O es mi sensación? Ay ya no sé. Las tías tan perfectas me tiran para atrás. Deberían saberlo e intentar ser más amables… así la sensación de inalcanzable no sabe a desagradable.

Tono sabelotodo… vamos mal.

Me mira y escucha con condescendencia.

–          Pues como le decía, Doctora, cuando me duele estoy segura que tiene que ver con la medula, porque noto…

–          Sabré yo lo que le pasa, señorita.

–          Es que me duele y creo que debe ser.

–          Aquí la que cree soy yo…

Silencio incómodo.

Vuelvo a intentar un par de veces más explicarme, siempre con mi suposición de coletilla, y tantas veces me ha ninguneado. O no ha dicho nada, literalmente feo, denunciable. Pero sí: estoy sensible y asustada. Pero a la tercera ha apretado el botón de cabreada… y por ahí no paso:

–          Mire bien, señorita, yo aquí soy la que no sé. Por eso vengo a Usted. Aquí a mi es a quien me duele, me molesta y sí, me asusta, ligeramente, el tema. Que ¿quizá sea un pedo o una almorrana? Puede. Pero usted, en vez de preocuparse si su melena está bien colocada o de que esta pobre ignorante le dé tanto la tabarra, le alargue la consulta o le invada su tiempo, debería preocuparse de encontrar el tono de voz justo que me haga sentir a gusto, en buenas manos, sensiblemente atendida y aplacando mis miedos sin hacerme sentir un gusanito con monstruos en mi cabeza. Porque no sé si recuerda que al fin y al cabo aquí la paciente soy yo. Su tiempo, poco o mucho, mientras esté en su consulta es mío. Y hacerme esperar, por gusto, es simplemente un gesto de mala educación. Y no es Usted un ejemplo representativo, porque he ido a otras consultas donde me han tratado con infinita más delicadeza, donde han comprendido mis tontos miedos. Y los han apartado con una sabia y honesta explicación. Con delicadeza y sin toda la soberbia que a usted le sobra. Espero que cuando salga de esta consulta su timbre, color y alegría varíen. Porque si no, la compadezco a Usted y a los que tienen el gusto de rodearla. Buenos días.

–          No, disculpe, creo que no nos hemos entendido. Si me permite, volveremos a empezar: buenos días, encantada de atenderla. Las molestias de las que me hablaba… ¿podría relatármelas para que pueda hacerme una idea a lo que podría ser debido?

Podría decir que está basada en hechos reales, pero… ya me gustaría.

Porque ninguna de las veces que me he sentido subestimada o ninguneada, he tenido la claridad de ideas para responder al momento. Lo veo 24 horas más tarde, fuera de situación. Ya tarde. Y la oyente ya no está.

Pero todo esto es lo que me dejé por decir y ahora puedo escribir.

Airosa

La suelta.

Aeropuerto.

Viernes 20:00.

En casa todo revuelto. Mil posibilidades de vestuario.

Quinientos pares de zapatos.

Un solo bolso monísimo nuevísimo última temporada de la marca del momento (mientras no me patrocinen no hago publicidad. Y para lo que voy a contar casi mejor no decirlo…)

Estoy emocionadísima.

He ido 20 veces al baño en el último cuarto de hora. No hago promedios.

Esta noche dos amigas y la menda cogemos un avión a ninguna parte.

A desconectar,  a descolocar nuestro destino.  A que nos deporten, a desvestir nuestro DNI. A lo que salga. Y si hay que reinventar el plan… pues eso.

 

Viernes 21:00.

Aeropuerto a puntito de bus que nos llevará al avión. A pie de pista…

¡Jo! No recordabas que sinfín de tipos de caras diferentes, todas con nariz, boca, dos ojos y dos orejas. Y con estos parámetros fijos… ¡qué diversidad!. Te hacen pensar que ni naciste tan fea, ni tan guapa. Que los días de subidón son meros chutes de optimismo y las depresiones son incorrectas formas de ver las cosas…

Estamos emocionadas.

Y yo con mi bolsito. Mi bolso. Mi tesoro. Mi cucada. Mi emblema. Mi regalo, porque me ha costado parte de una costilla y media teta. Esto digo yo que es mucho.

Lo llevo y me pregunto internamente porqué lo compré: no es una causa pragmática. No es práctico. Funcional. Y no conoce el término ergonomía. Le queda tan lejos. Pero lo miro y me enamoro. Es tan mono y digo yo que hasta me hace más guapa que el pibón que me sigue…  ¡sueños!

No cabe ni cartera. No se cuelga del hombro, se lleva de mano (que dicen ahora).

Y entre el bolso y la animada conversación con mis best friends of this magical moment… que hace mil años que no cogías un avión.

Abren las puertas del bus atribulado de gente…

Todo el mundo sale en tropel. En manada de búfalos en busca del único chupa chup que han dejado en los asientos numerados y ya repartidos del avión. ..

Y tú empanada como vas, te dejas llevar y entre empujón y empujón el bolso cae a pie de pista…

Lo miras pero una fuerte ráfaga de aire del demonio se lleva tu bolsito como a 50 metros de ti… lo miras, echas a andar. El viento es aire del demonio enfurecido y traído con toda la rabia, sacude el bolso y se traga el bolso: lo echa a rodar por la pista. Allí y allí y allí. Es de noche, apenas ves… a lo lejos el rosita de las costuras… tímidamente iluminada por las luces de otros aviones. Echas a correr. A la mierda las composturas.

Oyes a la azafata a tus espalas:

– por favor señorita. ¡Está terminantemente prohibido!. ¡¡Vuelva aquí!!!

Interiormente piensas: ¿sin mi bolso? ¡Y una mierda!

Sigues corriendo en pos del diabólicamente poseído bolsito de los cojones.

Le ves a lo lejos pararse contra un pilar de la mismísimo terminal del aeropuerto!!!

Corres como si fueras el mismísimo Ben Johnson o Usain Bolt detrás de un bolsito. Entre aviones. Cargueros de maletas y señaleros. Todos ellos miran atónitos. ¡No dan crédito! Debes ser una loca. Una esquizofrénica. Alguien indeseable que no tiene idea del peligro al que expone a la sociedad. Al aeropuerto. Sale la policía cuando alcanzas el bolso. E inviertes la carrera camino del avión.  Ahora toca volver. Coges fuerte el bolsito de las narices.

La policía va detrás tuyo. Ellos con carricoche tú poseída por el mismo diablo. Que hoy te viste a ti en particular.

– ¿sabe usted a qué ha expuesto la seguridad del aeropuerto señorita?????

– ¡deberían avisar de este viento del desierto que tienen en estas pistas de aterrizaje!. Me he despeinado y mire ¡Cómo quedó mi bolso!!!!

Automáticamente después pones carita de corderito degollado. Te disculpas 100.000 veces a la policía y a la azafata que te esperaba al pie de la escalerilla. Y al subir al avión le susurras: “el bolsito valía un huevo. ¿Me entiendes?”

Sonríe ella cómplice y divertida.

Subiendo te miras el bolsito monísimo y lleno de porquería. … ya no es tan mono. Hasta huele a queroseno…

¡¡Tendrían que revisar este aire del carajo en las pistas de aterrizaje!!!

 

Despeinada.

LA SUELTA

 

En un colegio cualquiera, pequeñito, de un pueblo cálido, la han vuelto a armar. Se montan su propia fiesta. Se la colorean ellos mismos, la cantan, la bailan. La saborean, la disfrutan.

Y yo los miro divertida. Envidiosa.

La fiesta se crea al calor de la gente.

Nadie mira el reloj. Nadie consulta el móvil. No tienen nada más importante entre las manos.

La fiesta se monta con un Te invito. Te esperaba. Qué bien te ha quedado. Eres lo más. Cómo te quiero. No te conocía. Te quiero. No te vayas. Qué idea tuviste. Qué bien cantas. Cómo lo bailas… y siguen…

El niño disfruta el espectáculo, la madre baila con él divertida, niña, infantil.

El padre que pincha la música, la banda montada por ellos. La cena compuesta en las brasas. Lo de menos es el qué. Lo importante es el contexto.  La compañía, hacerlo entre todos. cuantos más seamos…

La alegría en esos niños. Radiantes, felices. Niños de cuarto de primaria ayudando a los de infantil. A levantarse. Secarse, avanzar. Crecer. Aprender.

Cuanta magia.

Los padres les miran embelesados. Ríen. Comparten. Alguno se queja, otro consuela.

Los camareros de nuevo son padres, madres. Con ganas. De marcha, de ayudar, de compartir.

Y se impone la luna, tozuda, presente.

Les trae la noche, se cierra la fiesta. Aunque no a la primera.

 

Mas no consigue llevarse la magia, el sabor a común.

Estoy. Ayudo. Colaboro. Oyente. Poco más.

Que regusto a envidia. A veces la vida divertida hace que nos sepa a dulce, a intenso. Agradeces que en días de junio como este venga la emoción y la armonía a acompañarnos… La alegría y la emoción abrazadas. Qué sabor más agradable.

 

Sospecho que la melancolía se alimenta de momentos así, de tardes como esta, de bailes desacompasados, cantantes improvisados, micros compartidos, esa alegría desbordada de un niño emocionado.

 

A ver si aprendemos a guardarnos estos recuerdos en el mejor rinconcito de nuestra memoria. Para no olvidarlos.

 

 

¡Viva la Festa Major del Tiziana!

¡Viva la Festa Major!

Eres lo más…

La canción de salsa de Marc Anthony inunda la discoteca, tú sabes moverte como los ángeles, contoneas la cintura, bailas las piernas en perfecta sintonía, se mueven los pies en ese canto sensual y tu culito sigue el ritmo extraordinariamente, controlas tus pechos y los mueves en círculos. La salsa inunda tu cuerpo, te mueves casi tan bien como tu profesora de aeróbic, sabes que estás haciendo los mismos movimientos, controlas, lo llevas en la sangre, en tu cuerpo, en los genes. La música posee tus músculos y tú te dejas llevar.

Desde el fondo de la discoteca se acerca el mismísimo Rubén Cortada, moviéndose salsón, mirándote sugerente. Te está desnudando con la mirada. Y tú, interiormente, te dejas. Como baila este tipo, te puede. Te deshaces. Pero le sigues el rollo y sigue acercándose, se queda a un metro mirándote. Bailáis a la vez. Un mambo, una vuelta, un meneíto de culo. Los brazos al aire. Te sale divino. Eres la mismísima. Lo más. Y la música te moja, te colorea. Te dejas llevar. Se acerca peligroso, se pone a un palmo de tu cara. Te mira guasón. Se acerca… Bailas en el mismo centímetro cuadrado. Esperándolo. Se sonríe infinitamente sexy. Te coge de las manos y bailáis una juntos. Como si lo hubierais hecho toda la vida. Como si la salsa la hubieran creado para vosotros. Levitas. Vuelas. Te elevas. Él te gira, te pone de espaldas. Movéis el culo en el mismo círculo paralelo. Mismo ritmo. Te pone la mano en el hombro, la baja por debajo de tu blusa, la desliza entre el sostén y tu piel erizada. Le notas. Seguís bailando. Él será Rubén Cortada, pero tú te sientes la mismísima Jennifer López… como mínimo. Y en un cambio de ritmo de la canción te gira poniéndote de frente, te mira. Te reta. En realidad lo deseas: deseas que se acerque y te bese, te coja de la mano y te lleve, a su casa, al coche, a la esquina. Pero que te lleve. Te sientes húmeda. Pero sigues bailando. Te separas y bailas para él. Te contoneas… se da cuenta. Tonto no es. Te coge de la mano y te lleva. Te saca de la discoteca.

Se oye un perro. ¡GUAU! ¡GUAU! … ¡GUAU! ¡GUAU! ¿Un perro? Parece el perro de mi vecino… ¡es el perro de mi vecino!

Entonces despiertas, te das cuenta que estabas soñando y estabas a puntito de irte a la cama con el mismísimo Ruben Cortada, me cago en tooo lo que se menea… voy a intentar volver a dormir a ver si recupero un cachito del Cortada… ¡GUAU! ¡GUAU! Me sigo cagando en tooo… ¡aaaaix! Mira que es pequeño el perro… me giro, me tapo con el cojín. Nada. Rubén Cortada ha desaparecido. No hay salsa. Vuelvo a ser el cuerpo palo que no sabe mover los pectorales independientes de su cuerpo, ni mover el culito en el plano horizontal como si fuera fácil. Vuelvo a ser La Suelta. Es lo que hay. Y mi profesora de aeróbic vuelve a saber más que yo…

Resignada, te das la vuelta en la cama. Aquella que compartes desde hace mil años con tu cari, tu bollito, tu amor, tu nene. Te preguntas si soñar al límite con el Ruben Cortada será infidelidad…

Te giras bajo la colcha y un brazo pesado y dormido cae sobre ti. Baja a tu entrepierna. Con bravura, honestidad. Ni rastro de las letras d.e.l.i.c.a.d.e.z.a

Se escucha un pedo.

Y a continuación un crudo y honesto: “reina, estoy muy cachondo…”

La sensualidad y erotismo que rezumabas en la discoteca con Ruben Cortada se esfuman como la niebla al salir el sol.

Desaparecen. No queda nada.

Y es que la sensualidad y la realidad a veces parecen llevarse fatal…

Pretendes buscar una continuación suave, dulce, delicada. Pero con semejante comienzo son brutales las posibilidades. Sospechas que nada sútiles.

 

Infiel… en sueños.

La suelta.